Pasé dos días en un monasterio rodeado de monjes para reconectar conmigo mismo

Dos noches en Santa Maria de Poblet, un monasterio medieval que data del siglo XII, me permitieron hacer algo que no solemos hacer: conversar a fondo y con tranquilidad conmigo mismo

Son las cinco de la mañana y un campanario se pone a sonar a todo volumen. Lo primero que pienso es “apagad ese ruido, por Dios”, pero al poco recuerdo que estoy durmiendo en un monasterio y que, en menos de un cuarto de hora, empieza la primera misa del día. Me visto como un zombi y voy a rezar con los sacerdotes, sentado con ellos en el coro de la iglesia. Cantan, entonan un padrenuestro y me vuelvo a cama. Pero duermo más bien poco, porque vuelven a sonar las campanas a las 7. Y a las 8. Y a las 13, 18:30, 20:15 y 20:30. En mi vida había pisado tantas veces una iglesia

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De retiro monástico

Llegué al monasterio buscando un poco de concentración y desconexión. Quería replantearme cosas de la vida ¿Qué quieres estudiar? ¿Por qué va tan mal en el amor? ¿Quieres ir a vivir al extranjero?, muchas preguntas que necesitaban una respuesta meditada y una profunda desconexión de las rutinas de la ciudad. Me planteé si hacer el típico retiro de soft yoga y comida detox que los influencers blanquitos hacían en 2012, pero como todavía conservo algo de dignidad, busqué otras opciones para retirarme al campo. Con una rápida búsqueda de Google, encontré típico retiro Tarragona, ideal para lo que buscaba.

Mi compañero de piso me llevó en coche desde Barcelona, tras perdernos y hacer un camino de una hora y media en casi tres horas, llegamos. Me dejó en la puerta y crucé una plaza hasta llegar a una puerta imperial que daba la bienvenida a terreno monástico. Me recibió un monje, que me enseñó todo el recinto: claustros, iglesia, capillas, comedor y, por último, mi habitación donde iba a pasar dos noches, que resultó ser extrañamente acogedora pese a llamarse “celda monástica”. Tenía una cama, un lavabo, un escritorio y una ventana con vistas preciosas a una torre.

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Acabé el tour sobre las seis, y el fraile me recomendó que no me acomodase demasiado porque en media hora había misa y a las siete era la cena. Me quedé un poco sorprendido, ¿tendría hambre a esa hora? Ni en el Erasmus en Reino Unido, donde cerraban discotecas a las dos de la mañana, cenaba tan pronto. Pero entendí perfectamente que sirvieran la cena a mi hora habitual de la merienda cuando me dijeron que me iban a despertar a campanazos a las cinco, porque a las nueve tendría que estar ya en pijama y en la cama.

Voto de silencio

De camino a la iglesia me crucé con un par de curas que no dirigieron palabra. Según me habían explicado, la mayoría tenían un voto de silencio, así que iban a ser un par de días de hablar entre nada y menos. Tras la misa, fuimos a cenar. Mi guía monástico me advirtió: “los monjes comen muy rápido así que no te quedes despistado mirando el techo y en cuanto te sirvan, come”.

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Repartían los platos unos monjes que comían apartados, los que se encargaban del turno de cocinas esa semana. La cena consistía en ‘escudella’, croquetas de carne de olla y ‘pà amb tomàquet’, una cena tan catalana que casi salí entonando ‘Els Segadors’. Eso sí, pese a lo bueno que estaba, solo me dieron 10 minutos para los dos platos y el postre, por lo que me lo tragué todo a la velocidad de uvas de fin de año.

El tiempo de la cena lo calculaban con unas lecturas. Era la banda sonora del comedor, un monje leyendo la biografía de un religioso, al cual no prestaba atención porque todo lo que sonaba en mi cabeza era: “cómete todas las croquetas que se las llevan y te quedas sin, corre, no respires, ¡traga!”. En cuanto acababa la lectura, se ponían a rezar. Una plegaria que emulaba la alarma del Masterchef: retira tus manos del plato porque se acabó la cena.

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Relax, concentración y tiempo para mí mismo

Después de cenar, dos misas más. Me sorprendió porque, acostumbrado a la típica eucaristía aburrida, estas fueron hasta divertidas. Al haber un coro de monjes todo era cantado y había algunos que si esto fuera La Voz yo hasta habría girado la silla. Acabé uno de los días más peculiares de mi vida con un sacerdote diciéndome buenas noches y echándome agua bendita en la calva para irme a dormir protegido por Dios, supongo.

Al día siguiente fue más de relax. Como me desperté terriblemente pronto, tuve toda la mañana para mí. Pude desconectar, caminar por el campo, escribir con vistas al monasterio y leer en un claustro medieval precioso sin nadie más perturbando mi soledad. Una paz total que hizo que Barcelona quedase muy lejos y que me permitió reflexionar y relativizar las decepciones amorosas que llevaba arrastrando durante todo el año.

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El monasterio, además, es un lugar de belleza única. Fundado en 1150, es uno de los cinco españoles que gozan del título de ser Patrimonio de la Humanidad, lo cual se traduce en capillas increíbles y tres claustros preciosos, algunos privados para uso exclusivo de los monjes, cerrados a turistas y que no podría haber visto si no fuera hospedándome con ellos. Fue donde pasé más rato durante las horas muertas, con mi libro, viendo llover, reflexionando sobre todas esas cosas que me preocupaban, inquietudes a las que no estaba prestando atención en Barcelona, y que requerían dedicarles tiempo y cariño.

Reincorporándome a la vida cotidiana

Se me hizo corta la estancia. Dejé la habitación y pagué una cantidad simbólica a la voluntad: al fin y al cabo, estas estancias las ofrecen por obligación religiosa su orden, benedictina, tiene que ofrecer habitación a todos aquellos peregrinos —hombres— que piquen a sus puertas por convicción religiosa de su fundador. Total, que pagué 30 euros la noche que me pareció un precio justo. 

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A medida que me alejaba del recinto, me quedé con ganas de dedicar más días a la lectura, la reflexión y a pasear por los claustros. Llegué a Barcelona, después de una bonita travesía en tren ‘disfrutando’ de los ya clásicos retrasos de Renfe por la lluvia, y me encontré a mis compañeros de piso. Se me hizo difícil hablarles. Desde que el sacerdote me hiciera el tour no había mediado palabra con nadie. Por supuesto no era silencio constante: en misa se hacían plegarias, pero yo no había abierto la boca en ningún momento más allá que para decir “amén”.

Fueron dos días en un espacio de profunda paz, sin ruidos y solo con mi mente. Una experiencia que me acercó a la paz mística y natural que tanto valoraban los filósofos hace unos pocos siglos que hoy en día tenemos tremendamente olvidada y que no requiere de ser un gran adepto del cristianismo para disfrutarla: ir a misa no es obligatorio y no importa tu relación con la religión para conectar con la paz de este complejo monumental. Este monasterio es solo uno de los muchos sitios donde hacer este tipo de retiros. En toda España hay congregaciones que ofrecen experiencias similares para hombres o mujeres que no puedo evitar recomendar encarecidamente. Toca cuidarnos un poco, y eso también supone dedicarte un tiempo a conversar contigo mismo