Presencié la crudeza de la matanza del cerdo pero sigo sin querer hacerme vegetariana

Ver cómo matan a un cerdo es impactante, pero te permite darte cuenta de qué significa realmente comer carne y valorarlo mucho más

Fui a Formentera en enero, cuando se sacrifican los cerdos más grandes porque es cuando las temperaturas permiten hacer toda la matanza, que va muy deprisa, sin que ninguna parte del animal se ponga mala antes de poder conservarla. Matar un cerdo es un ritual comunitario que reúne a la familia cercana, la extendida y amigos muchos más aparecen a la hora de comer y un personaje clave: el del cuchillo matancer, lo llaman allí. Entre todos los hombres sí, los roles están marcados por el género, sacan al animal, lo cercan, lo inmovilizan con unas cuerdas, le clavan un gancho en el hocico para que no mueva la cabeza y un puñal en el cuello. Todo en menos de cinco minutos. Los últimos dos pasos duran sesenta segundos.

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Todo empezó como un viaje al pasado. Había estado hablando mucho con mi abuela y sus hermanas y quería entender cómo era realmente alimentarse en una isla como Formentera, minúscula, árida y hasta hace nada, lejos de todo. Pero mi familia, como la mayoría, dejó de hacer matanzas hace décadas. Lo rural en zonas que viven del turismo prácticamente ha dejado de existir, pero no tardé en encontrar quién me invitara y mi experiencia se convirtió en una reflexión sobre por qué, pese a todo, sigo comiendo carne.

Los argumentos de los vegetarianos son muy convincentes: no comer carne es más respetuoso con los animales, con el medio ambiente y con el propio cuerpo. Aunque todos ellos se pueden rebatir, respeto el esfuerzo que mucha gente a mi alrededor ha hecho por cambiar todo su sistema de alimentación para vivir de acuerdo a sus ideas. Pero a mí, que no soy una carnívora extrema, me gusta comer carne y me sienta bien. No pienso hacerme vegana ni después de haber visto cómo el riego sanguíneo de un cerdo se vacía por un hueco en su yugular delante de mis ojos. 

Un duro y necesario golpe de realidad

Para alguien que vive en la ciudad, la escena es gore e indeseable, pero te permite saber de primera mano por qué comemos lo que comemos. Quienes hemos crecido cerca del mar, estamos más acostumbrados a pescar y nos impresiona menos ver un pescado colgando de un anzuelo que un marrano de un tractor. Justo antes de irme a las matanzas, leí un artículo que explicaba cómo al no tener ningún tipo de apego con los animales de granja, no nos cuesta nada comérnoslos. Es decir, cuando vemos una salchicha, no pensamos en un cerdo, sino en una salchicha. Supermercado, bandeja blanca, comida. En cambio, cuando vemos a los animales vivos no podemos ni queremos imaginarlos dentro de un plato. Esto no es así en el campo.

Un hombre de Formentera solía decir que tenía un acuerdo con el cerdo: “yo le doy de comer durante un año y después él me alimenta a mí durante otro más”. Y así es: de 260 kilos de cerdo salieron al final casi cien de sobrasada envasada en las mismas vísceras, grasa para cocinar, huesos para el caldo y luego para los perros, piel chamuscada para hacer otros embutidos, la sangre se fríe una parte y se mete en la butifarra la otra. Los sesos se hierven y se usan para un tercer tipo de embutido. En fin, se usa todo y cada región ha desarrollado diferentes formas de conservar la carne durante meses. Se aprovecha absolutamente todo.

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Cuando el cerdo está muerto, se pela con un soplete que acaba de desinfectar la piel. Al final, el matancer lo despedaza y la familia lo tritura. En los cinco minutos que gasta en sentarse y tomarse una cerveza me dice que sí, que le encantaría ser el protagonista de un documental para contar lo que sabe hacer porque su oficio se pierde. Él es el encargado de hacer las tareas más sofisticadas mientras la familia y sus invitados trabajan bajo la batuta de Rita, la mujer de la casa: cortar verdura, salar la carne, preparar las masas para el embutido, afilar cuchillos, desplumar los gallos, buscar coles en el huerto... yo, como no sé muy bien dónde poner las manos, miro.

Hasta que me cae un cuchillo y un pedazo de carne: "córtalo a daditos", me dice. Las matanzas son un ritual comunitario y quienes más se prestan a ayudar a sus vecinos, más manos consiguen para la suya. Lo más impresionante de la carne es su temperatura cálida y la sangre que se me iba secando en las yemas de los dedos. Me miro las uñas sorprendida cuando escucho: "es el corazón", un hombre me mira con una sonrisa. Trago saliva y seguí.

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Impactante pero sostenible

Siempre he defendido la comida de proximidad, pero ponerme cara a cara con el animal me ha servido para valorar mucho más todo lo que como, también los vegetales. En 2011, España importó más de 25 millones de alimentos que recorrieron de media 3.827 kilómetros. En el centro de arte contemporáneo El Konvent han recopilado otros datos de este tipo para escenificar mediante una performance la locura del consumo industrial de alimentos y lo difícil que es trazar su origen. Cada año, los agricultores de Valencia tiran cosechas enteras por culpa de la importación de frutas desde la otra punta del mundo. 

Hace algún tiempo, ante el auge del veganismo, el New York Times pidió a sus lectores que escribieran sobre la ética de comer carne. Hubo cientos de respuestas y miles de lectores votaron las mejores cartas. Por ejemplo, la de una líder animalista que encontró en la carne cultivada producida artificialmente a partir de células animales la forma de dejar de ser vegetariana después de cuatro décadas. O la de una campesina joven que reivindica el equilibrio entre vegetales y animales no solo en el plato, sino en la granja, porque cada uno contribuye a mantener el sistema equilibrado. Otro exvegetariano hacía el cálculo de que pasar del vegetal al filete era más sostenible que del vegetal al tofu, por ejemplo.

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La conclusión no existe más allá de la ética, la esfera más íntima y privada de cada uno. David Muñoz, chef del restaurante Diverxo, es un experto en provocar a los vegetarianos. En noviembre, indignó a sus seguidores con una foto en la que se llevaba a la boca un pato entero, con plumas y todo. "Soy una persona que respeta mucho lo que piensa la gente y entiendo la manera de pensar de los veganos, pero en el caso contrario debe de ser igual. Es un problema cruzar la línea y no respetar ni por un lado, ni por el otro", dijo diplomáticamente en una entrevista en junio del año pasado, cuando carniceros franceses habían pedido protección ante las presiones de algunos activistas veganos.

María Sánchez, que es veterinaria rural y escritora, ha publicado esta semana Tierra de mujeres, un ensayo que empieza con una imagen de su abuelo, "sus manos llenas de sangre despellejando liebres en el patio de su casa". En el campo, escribe, "se habla de la muerte como de la lluvia y el frío, como se espera el buen tiempo. En los pueblos, a diferencia de las ciudades, la muerte no se esconde. La muerte ensucia, alcanza las campanas y las puertas". El libro que necesitaba leer justo en este punto de la historia un retrato fascinante de la fuerza que tienen las mujeres en el mundo rural.

España es el país con más variedad de razas autóctonas domésticas: tenemos 164, según publicó el ABC el mes pasado. Pero se están perdiendo porque, de nuevo, son más exigentes y menos rentables que las granjas industriales. En concreto, ocho de cada diez están en peligro de extinción. En concreto, 136. Quedarían solo 28. En muy poco tiempo, hemos pasado de la supervivencia al abuso. La agricultura intensiva nos está dejando sin abejas ni insectos y también consumimos demasiada carne y cada vez más homogénea. Hay hipótesis que sostienen que la carne nos ayudó a desarrollar el cerebro que tenemos, a diferenciarnos del resto de los animales, por ejemplo, siendo conscientes de que abusar de la caza podía acabar con las especies animales de las que nos alimentamos. Está en nuestras manos mantener esta ventaja.