Tumbados en la cama de una cabaña en mitad del pirineo francés, abro mi mano y dejo que Pau, mi compañero en el viaje que estamos a punto de empezar, vaya repartiendo la cantidad exacta de trufas mágicas Hollandia que vamos a tomar cada uno. Hemos pensado que 7,5 gramos de este alucinógeno natural serían un buen comienzo para una experiencia intensa sin sobresaltos.
Mientras me las va dando, las introduzco en mi boca una a una y las mastico lentamente. Saben amargas y tengo ganas de vomitar. De repente, siento un nerviosismo en la boca de mi estómago. Una especie de agujero negro que me lleva acompañando durante años y en el que se han quedado atrapadas todas las emociones a las que no he sabido darles salida. Respiro hondo mientras me pregunto cómo sería vivir sin ese vacío, sin esa cosa metida en mi vientre, sin ese ruido, sin toda esa puta basura mental. Todavía no era consciente, pero en ese momento mi viaje estaba empezando.
Más que un colocón es un nuevo nivel de consciencia
Antes de que empiece el viaje decidimos darnos una ducha en las instalaciones del camping. Todo parece normal de camino hasta allí, pero una vez desnuda y el agua cayendo sobre mi cuerpo, tengo la sensación de que todo es más placentero. Pau está al otro lado, nos reímos y decimos tonterías. Al salir de la ducha, después de haber estado un rato tumbada bajo el agua, noto un torrente de energía por mi cuerpo que me resulta nuevo, y lo siento especialmente por mi cara. Como soy de naturaleza neurótica creo que me está dando un ictus, pero no, son los primeros efectos del principio activo de la trufa que empieza a hacer efecto.
Es una especie de cosquilleo interno, como si algo salvaje y descontrolado empezara a moverse por dentro. No es molesto, al contrario, es agradable. Sientes como de repente tienes consciencia de tu cuerpo mientras la actividad mental se relaja. Es un descanso vivir desconectado del pasado y del futuro, observando solo lo que está pasando ahí y ahora. Ahora mis sentidos y mi consciencia funcionan como nunca.
Una vez duchados decidimos volver a la cabaña y continuar la experiencia desde allí. Tumbada en la cama boca arriba puedo ver los árboles desde una pequeña ventana que tenemos al lado. Estoy flipando pero noto como si desde fuera quisieran abrazarme o decirme algo. Empiezo a reírme, no sé cómo gestionar que un tronco con ramas quiera decirme cosas.
Mientras fluyo entre emociones, Pau está a mi lado y empieza a hablar de su presión en el pecho. Cada inicio de viaje con las setas puede ser distinto y el mío no se está pareciendo al suyo. Como sigo riéndome y no quiero que piense que lo que me cuenta no me importa, decido salir de la cabaña y allí me acuesto en el suelo para estar bajo el sol un rato. Los colores se intensifican y el cielo se vuelve más amplio e interminable, todo es más intenso y los sonidos son percibidos como en 3D y a un volumen más alto.
Al cabo de unos minutos oigo unos pasos y le veo salir de la cabaña para sentarse conmigo. Le ha costado volver de esa oscuridad en la que se había metido y alucina con la forma en la que la historia pueda cambiar tanto en solo unos segundos. Allí fuera todo se ve distinto. Agradezco que esté a mi lado y ya alineados en la experiencia decidimos salir a caminar para explorar los alrededores. Ese paraíso que nos llevaría hasta las seis horas más liberadoras, psicodélicas y presentes de nuestra vida, llenas de simbolismos y conexión universal.
Un paseo loco por el país de David el Gnomo
Empezamos a caminar. Pau es un chico que me gusta, pero dada mi naturaleza obsesiva siempre tengo dudas con él. Los dos venimos de habernos conocido en circunstancias atípícas, al revés. Desde lo malo hasta lo bueno. Conocer la oscuridad de alguien es liberador, pero también es peligroso porque te pone delante de la verdad. Y la verdad, aunque es honesta, también es jodida. Pero ahora siento que estoy mágicamente conectada a él y soy capaz de empatizar con todo y entender cosas que de otra forma no entendería.
Seguimos vagando sin rumbo alejándonos del camping y llegamos hasta una roca donde nos sentamos. Durante el camino hemos empezado a ver formas de setas por todas partes, algunas incluso parecían moverse, como si les diesen calambres. ¿Estamos en el cuento de Alicia en el País de las Maravillas o en un capítulo de David el Gnomo?
Ahí sentados hablamos de todo un poco, como si estuviésemos haciéndonos una sesión de psicoanálisis entre risas. El sol entra en contacto con mi piel y se queda dentro, la voz de la naturaleza tiene más presencia y el cielo es hiperazul. Mientras sigo hablando con él descubro cómo de alucinante puede ser la forma en la que tratamos al otro cuando le miramos sin filtros. Justo ahí podemos hablar con naturalidad, como si se produjera un efecto "voy a decirte la verdad".
Pienso cómo sería relacionarse siempre desde ese lugar, sin la maldita cabeza de por medio. Un mal viaje de uno bueno se diferencia precisamente en eso, los pensamientos cobran una fuerza increíble y se hacen muy poderosos, hasta el punto de resultar destructivos y casi ingestionables si tu cabeza no logra posicionarse en un lugar sano. Pero en esa roca yo le miro y me siento más liberada y más cercana. Experimento lo que es sentirse libre y es la hostia. Sí, ser la libre es la hostia. No estar en el otro es la hostia. Poder hacer y decir lo que me dé la gana y que todo esté bien, es la hostia. Cuando tu foco está en ti no hay juicios ni necesidad de ser alguien que no eres. Solo convives con tus cinco sentidos que están completamente vivos y a la espera del momento siguiente. Esa sí que es la mejor droga.
Mientras filosofamos sobre lo bonito que resulta conocerse ensetados, las moscas están ahí revoloteando. Nunca había estado rodeada de tantos bichos y que me diese igual. Somos una comuna de amigos, las moscas y nosotros. Me da igual si están alrededor de mi cara y vienen de una mierda, si descansan en mi brazo o si revolotean por mi oreja, no me enfadan como otras veces, tienen derecho a la vida en ese momento y no me sobran.
Después de la parada en la roca nos levantamos y cruzamos por una parte donde todo es verde. Ahora estamos en Avatar. Me quedo sentada observando las flores y me doy cuenta de que mi ojo está haciendo algo similar a la cámara del iPhone, un desenfoque gaussiano de todo lo que estoy mirando. Flipo de cómo soy capaz de hacer eso y me quedo al menos durante tres minutos mirando absorta mi mano. Me río yo sola porque estoy jodidamente loca, pero ojalá me quedara así para toda la vida. Andando llegamos por nuestra cuenta a lugares extraños con estatuas raras, como si estuviésemos por sorpresa resolviendo un capítulo de True Detective. Todo es misterioso, una gran metáfora visual con preguntas a la que no sabemos darle respuestas. Nuestras visiones se vuelven enigmáticas y todo lo que sucede es interpretado de manera diferente por cada uno de nosotros.
Sabemos que sin el efecto de las setas todo sería distinto pero lo que vivimos en ese momento nos fascina. Nos perdemos por el bosque mientras seguimos desinhibidos y con la mandíbula relajada. Ensetados es difícil mirarse sin que te de la risa tonta. Miramos el reloj y ya han pasado tres horas. La percepción del tiempo ha cambiado y nos da pena que todo esté sucediendo tan rápido.
La belleza está en todo pero es efímera
Aunque el viaje va teniendo momentos de subida y de bajada, todo es suave y se mantiene estable. Mi cerebro no puede para de devorar la belleza que me rodea. Me doy cuenta de que soy capaz, por primera vez en mi vida, de observar. De escuchar todo lo que está a mi alrededor. Y cuando digo escuchar digo de interactuar con mi entorno desde una conexión y presencia plena. Ver caer una hoja de un árbol se convierte en una experiencia mágica a cámara lenta. Vivimos tan rápido que nos desvinculamos de la vida meditativa, donde todo está en calma y en reposo y donde no hay necesidad de respuestas rápidas ni anárquicas.
Ya está anocheciendo y las farolas se encienden a lo lejos. No puedo evitar pararme a observar su brillo. La luz que emiten no es como siempre, es mucho más anaranjada y penetrante. Pau se ha ido a explorar por ahí y yo me he quedado abstraída mirando las luces. Tras unos minutos con mi mirada fija en el cielo, volvemos a juntarnos para volver al camping.
El atardecer, entre las montañas, adquiere unos matices inexplicables. ¿Siempre ha sido así? ¿Cómo es posible que de otra manera no podamos detenernos a experimentarlo de eta forma? Nos quedamos contemplando pasmados cómo la naturaleza es capaz de regalarnos un instante tan bonito. Me gustaría retener ese momento para poder volver a él cada vez que se me olvide que lo de ahí fuera no es una lucha constante. Que también se puede vivir relajado, aflojar, soltar el control, no resistirse a lo que está pasando. Viciarse a lo bueno de la vida.
De vuelta a la verdadera realidad
Todo parece que está terminando. La manera de entrar en el viaje, en mi caso, fue suave, igual que lo está siendo la manera de irse. Comer trufas mágicas es una experiencia para sumergirse en los escondites de tu consciencia. Da miedo saber qué hay y con qué te vas a encontrar, pero en general, es un viaje pacífico donde es posible que se revelen cosas de ti que hasta ese momento habían permanecido en un lugar recóndito de tu mente sin que tú les hubieras puesto foco ni luz. Pero también puede ser que simplemente experimentes visiones y te vuelvas más creativo y notes que estás conectado con una divinidad universal que hace que todo lo veas maravilloso y hechizante.
Acabamos la experiencia yendo a un espacio compartido del camping con una copa de vino. Se nota que no queremos que termine y aunque todavía me noto bajo sus efectos, me siento inspirada para escribirle una carta a él. Simplemente escribo lo que quiero y dejo que eso se manifieste en palabras, no intento modificar lo que sale de dentro como hago otras veces, ni manipulo lo que siento. Este ha sido también uno de los grandes aprendizajes de este viaje. Vivir lo que significa dejar de pelear con lo que pasa y abrirse a lo que pueda suceder sin intentar controlarlo. Con las setas, aunque eres consciente de todo lo que está pasando, a nivel mental, nada está bajo tu control y todo lo que ocurre es completamente nuevo. Como si fuera un vaivén de certezas e incertidumbres en el que lo único que puedes hacer es confiar en que tu cabeza y tu cuerpo te llevarán al lugar al que tienes que llegar.
Ahí sentada en esa mesa inhalo y exhalo y me despido de este día mientras pongo Under Pressure de Queen muy alto. Me levanto y libero mi cuerpo que se mueve por la sala de ese espacio común, pero se corta el rollo cuando llegan los de recepción avisando de que tienen que cerrar. Hay cierta nostalgia en nuestras miradas que no quieren decir adiós a todo lo que ha sucedido hoy. Y aunque el punto y final está casi al llegar y no tenemos ni idea de cuándo será la próxima vez, ambos sabemos que todo será igual a partir de ahora y que a su vez, en realidad, todo puede empezar a ser distinto.
Si después de leer este artículo te dan ganas de probar las trufas mágicas es OBLIGATORIO que leas este artículo