Me he pasado 10 horas haciendo cola para el casting de Operación Triunfo

En principio iba como periodista para escribir este artículo pero he acabado poniéndome nerviosa como si mi sueño fuera triunfar en la canción

Abro los ojos de repente. ‘¡Mierda! ¿Qué hora es?’, pienso. Las cinco de la mañana. Estoy nerviosa porque voy a presentarme al casting de Operación Triunfo. Mi intención es totalmente periodística, voy exclusivamente para escribir estas líneas, pero en mi cabeza se cuelan ideas como: 'imagínate que paso a la siguiente fase..." y me convierto en la estrella imaginaria de la nueva edición de este recientemente reflotado concurso. En 2017 OT tuvo un boom que nadie esperaba para un formato que ha ido decayendo desde que se lanzara hace más de una década. Pero antes de saber si me convertiré en la nueva Amaia de turno, me toca hacer una larga larguísima cola.

Al principio todo instante es emoción

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Es la cola más larga que he visto en lo que llevo de vida y eso que he estado en temporada alta en Portaventura. Pero bueno, vale, ya estoy aquí ¿y ahora qué? No tengo megas en el móvil, no puedo escuchar música ni mirar Instagram ni hacer nada. Entonces empiezo a fijarme en toda la gente que está esperando, ¿será alguno de ellos el próximo ganador?

Las personas más cercanas a mi alrededor, las que alcanzo a ver con la mirada, están que lo parten: cantan, bailan, saltan, algunas traen altavoces portátiles, guitarras y sus impresionantes voces. La emoción reina en la mirada de todos, la ilusión por conseguir LA PEGATINA. Esta es una de las palabras que más se repite a lo largo del día, la dichosa pegatina. Si les gustas —tú al completo, no solo tu voz— te ponen este premio adhesivo que indica que pasas a la siguiente fase.

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Pasadas las 12 de la mañana llega un amigo a hacerme compañía. Aprovecho para ir a comprar un snack y de paso le pregunto al dueño del chiringuito cuánto tiempo lleva la gente ahí. Levanta las cejas y contesta: “Hay personas desde ayer por la mañana. Y piensa que las puertas las abrieron hoy a las 10, es mucha gente”. Me alegro por él, por su negocio, claro.

El valor de hacer realidad un sueño

Mi amigo y yo empezamos a hablar con la gente de nuestro alrededor. Detrás nuestro hay una chica que se llama Ana y, cuando le pregunto qué va a cantar, se lanza a hacernos una demostración. Wow. Me quedo impresionada. A nuestro lado hay otro chico que se presenta, está solo. Víctor. Se le ve más tímido que a Ana pero entre todos hemos hecho un pequeño grupito. Él explica que va a cantar en español y que si le piden alguna otra pues hará una demostración de su inglés. Eso es, también, lo que yo me había preparado: es cierto que entrar en Operación Triunfo no es el objetivo de mi vida pero, joder, tampoco quiero hacer el ridículo.

Las horas van pasando y los ánimos empiezan a decaer. Son casi las tres de la tarde y mi amigo ya se ha marchado. La gente ya no canta, a Ana le duele la garganta, Víctor tiene gesto cansado y estamos sentados en el suelo. Me pregunto ‘¿vale esto realmente la pena?’. Mi pensamiento sale en voz alta, y todos parecen estar de acuerdo: “Sí, sin duda, imagínate que te cogen, ¿no te encantaría?”. Asiento con la cabeza. No tenía pensado estar de incógnito, pero como no les he dicho desde el principio que soy periodista, ahora ya es demasiado tarde. Para ellos todo el tiempo de espera, el sufrimiento de que el agua esté caliente o se acabe; de que los pies duelan; de que la piel arda y que la cabeza explote, vale completamente la pena. Pero, ¿y para mí?

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Ahora ya es demasiado tarde para echarme atrás. Me han hecho firmar un documento cediendo los derechos de imagen y me han puesto un sello de 'OT' en el dedo. En este momento la cola se divide en tres dependiendo de quién quieres que te escuche cantar. Reconozco a Noemí Galera que es directora de casting de la productora Gestmusic Endemol y fue la directora de la academia de Operación Triunfo 2017. Lleva una camiseta blanca con las palabras 'Pa mala yo' que precisamente son de la canción Lo malo que cantan Aitana y Ana Guerra de la última edición de OT.

Pues hala, nos ponemos en la fila de Noemí, claro que sí. Es en este instante cuando cambian mis sensaciones. De repente lo que era simplemente parte de un artículo se transforma. Ahora estoy nerviosa: ‘¿Y si, en verdad, mi destino es ser cantante y paso el casting y mi vida cambia de la noche a la mañana?’, mientras me intento recordar a mí misma que soy periodista y que me gusta, que me encanta mi trabajo. Pero ahora quiero hacerlo bien, quiero ser la mejor, quiero que me adoren, ser diferente, conseguir la pegatina, entrar en OT, hacerme famosa, brillar. Será el cansancio, la insolación de tantas horas al sol.

Las consecuencias de no ser un producto especial

Son las siete menos cuarto de la tarde. Quedan unas 30 personas delante de mí. Mientras esperamos nos podemos acercar al principio de la cola para ver cómo canta la gente y qué dice el jurado. Hay dos opciones: o te ponen la pegatina o te dicen ‘gracias’. Estuve más de una hora y media mirando y escuchando al resto, en ese tiempo Noemí Galera entregó una sola pegatina. La chica cantó cuatro canciones y finalmente lo consiguió.

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No puedo decir cuáles son los requisitos para superar este casting pero algo me dice que no es solo la calidad vocal. No me he formado para calificar la voz de los demás pero es posible diferenciar quién canta bien y quién no. Y escuchamos a gente muy buena que no superó el casting. Tiene que medirse algo más que la voz: ¿la edad, la estética, la elección de la canción?

Ni mi voz, ni mi edad, ni mi estética ni la elección de la canción —La complicidad, de Perota Chingó— me han valido para conseguir la pegatina. Cuando quedaban solo dos personas me temblaban las piernas, el corazón me iba a mil, se me olvidaba la letra. Una montaña rusa de sensaciones. Mis 20 segundos de gloria acabaron con un “gracias” de Noemí Galera. Me fui rápido, como para zanjar el instante.

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Son las ocho de la tarde. Salgo de esa burbuja y vuelvo al mundo real. Camino por el barrio de Sant Antoni de camino a mi casa. Tengo los labios secos, cortados, los ojos rojos, la cara ardiendo, la cabeza palpitando. En una de las plazas más concurridas del barrio veo cómo una prostituta le ruega a un hombre que acepte que se la chupara. “Por diez euros nada más”, le dice. Qué diferente es esta realidad de esa para la que he estado haciendo cola durante más de 10 horas igual que otras 2.000 personas en Barcelona y miles más en toda España.