Desescalada en Fase REM

La comparsa deviene en un riff urbano que rapea un musculado Ramón García en tirantes desde un helicóptero dando la bienvenida al Gran Prix del Verano: Pandemic Edition

Beyoncé y Fernando Simón cantan para mí. Interpretan una versión a capella de “Escondidos” como si fuera la gala ocho de OT1. El epidemiólogo viste una camiseta con los enterradores de Ghana mientras su cabello fucsia sostiene mi corona de brillantes. Se nota que ha depurado sus obsesiones como artista, pero me aburre. Es algo pretencioso. Ella, en cambio, está espléndida en su perfecto castellano vallisoletano y un dos piezas de chaqueta y pantalón diseñado por Miranda Makaroff.

Una mesita nacarada de mármol de Carrara con detalles en oro sostiene una hamburguesa de kale y lentejas con una cañita incrustada en el pan. La agarro y le doy un sorbo en mi palco privado. La veganesa le da el toque. Con un remilgo de muñeca aviso a uno de mis ectoplasmas para que mulla mi cojín cervical. Se acerca y lo hace. Cuando termina, se esfuma dejando un hálito verde que huele a hospital. Todos me obedecen, todo está en orden. La aparición de Chenoa en primera fila completa un Liceo a rebosar de espectros, espíritus y otras criaturas extracorpóreas que atestiguan un concierto benéfico para paliar mi aburrimiento. Otro volátil secuaz se acerca a mi oído y me advierte: ponte la mascarilla. Niego con la cabeza, le suelto un “paz, hermano” y me coloco unas gafas de sol a dos manos.

Aparezco aplaudiendo en el balcón de mi casa. Miro el reloj y son las ocho de una bonita tarde en un barrio obrero del extrarradio barcelonés. Es algo así como la calma antes de la tempestad. La calle está plagada de gente, hecho que se contrapone al resto de balcones vacíos en toda la ristra de edificios. Yo sigo a lo mío y aplaudo solo. Entre la multitud que se divierte bajo mis pies, sobresalen los rostros de famosos que ríen, como Jon Kortajarena compartiendo una tortilla a menos de un metro con un repartidor de Glovo y una bolsa de chuches gigante. Escucho no sé qué de Dalí y los patos en la casa de citas de la señora Rius. Quiero advertirles sobre la distancia de seguridad pero no me salen las palabras: de mi garganta emana gel hidroalcohólico a borbotones. La maldición del policía de balcón, supongo. Me salpico la pechera del traje de vodevil de rayas rojas y blancas que llevo puesto mientras me sostengo a duras penas sobre un monociclo que, a su vez, está encima de una tabla en equilibrio con una lata de fabada asturiana. Mis tripas intuyen el batacazo, pero me sostengo milagrosamente. Es una sensación de vértigo constante. La abuela del bote me tira un beso y el suelo comienza a temblar bajo un ritmo sincrónico que se acerca.

Al fondo de la calle, una horda de personas encabezadas por Ana Rosa desfila con banderas de España. Un carro de combate dispara camisetas de la Selección mientras Pepe Reina toca el claxon marcando el paso a un desfile que inunda la calle en un compás dos por cuatro. Pie izquierdo, claxon, claxon, pie derecho. Pie izquierdo, claxon, claxon, pie derecho. La comparsa deviene en un riff urbano que rapea un musculado Ramón García en tirantes desde un helicóptero dando la bienvenida al Gran Prix del Verano: Pandemic Edition. La calle se convierte en una fiesta. Serpentinas caen del cielo, mucho confeti y animales exóticos junto a criaturas fantásticas interactúan con los humanos que dejan a un lado las banderas. Llama mi atención una giganta verde voluptuosa que mece a un rechoncho Ibai Llanos desnudo mientras se alimenta de su gran pezón junto a una cría de ñu. Se respira mucho amor. El bueno de Ramón termina las rimas desde las alturas, se marca un drop de mic y besa su portentoso bíceps derecho. Entre náuseas, observo un tatuaje de un brócoli sonriente en la curva de su vigoroso músculo que estalla esparciendo un gas en la cara del presentador. Estornuda y muere al instante, dejando caer su cuerpo al vacío hasta colisionar contra el suelo entre la multitud. Un roel de curiosos marca el perímetro de seguridad.

Una mujer se lo salta y se acerca. Toca el cuerpo inanimado y este despierta gruñendo a la señora en la boca, que estornuda hacia un lado sin taparse con el brazo. Otras tres personas cercanas estornudan y provocan más exhalaciones repentinas. A los infectados se les cambia la coloración de la piel a un azul cobalto como un papel tornasol en un positivo por drogas, y la inesperada vuelta a la vida del presentador deviene en una reacción en cadena que se propaga en pocos segundos formando una amalgama de chillidos, aspavientos y pisoteos en un clima de crispación apocalíptica. Sin que nadie se entere, Ramón sale corriendo a cuatro patas como el hombre-lagarto de la Barceloneta, escala la fachada de un edificio y se pierde por los terrados de la barriada. Lo atestiguo desde mi balcón a la vez que expulso un gran chorro de gel hidroalcohólico sobre la gente con el ánimo de frenar la pandemia. Quizá sirvo para algo. Soy una especie de manguera contra incendios patrocinada por Sanitol. Las criaturas y transeúntes, famosos o no, caen como fichas de dominó y yo me pregunto qué hacer con el chorro que no frena la transmisión. Mi barriga se revuelve y mi cuerpo se empapa de sudor frío, no sin antes llevar mis manos a la cabeza y palpar varios mechones de pelo de un cráneo mal desplumado. Me mareo y caigo de rodillas. Quiero desaparecer.

En mi mano derecha sostengo un sobre dorado. Puedo ver mi rostro sobre la pátina brillante y mi cabello sigue como siempre.

Cierro los ojos.

Respiro.

Los vuelvo a abrir.

Me envuelve una absoluta oscuridad y un silencio pasmoso. Un haz de luz ilumina mi cuerpo y el micrófono que hay frente a mí. ¿Dónde estoy? No tengo tiempo para responderme porque se ilumina el cartel de “on air” y el regidor me avisa de la celeridad del momento. Carraspeo y no me sale gel. Podré hablar sin manchar el elegante esmoquin que visto. Algo es algo. Abro el sobre, sonrío como Troy McClure y leo: the winner for song of the year is… ¡Beyoncé and Fernando Simón for “Single ladies”! La base de la canción inunda mis oídos y aparece la estrella del pop sanitario junto a Yoncé ataviados con el icónico body negro. Ella me sonríe y me invita con el dedo índice. Entro en plano como una single lady más y mi cuerpo cobra vida en una perfecta coreografía. Now put your hands up.

A ritmo de pop, nuestros tacones comienzan a brillar y nos alzamos en el aire como si fuéramos las tres bailarinas de algún corpus mitológico dibujando a nuestro paso un haz de colores y polvos mágicos de emojis de mascarillas con vacunas. Fernando destaca con su punta-tacón. Sobrevolamos las calles de Barcelona donde la pandemia sigue su curso y esparcimos la nube mágica sobre Las Ramblas, el Born, el paseo de la Mar Bella… El caos de personas que corren hacia ninguna parte sobre cadáveres y basura se convierte en una verbena. La gente se detiene y escucha la melodía que se contagia más que el virus. Las personas con mascarilla y guantes hacen el gesto del anillo en el dedo de Queen Bee. Como no podía ser de otra manera, Beyoncé y Fernando Simón, el dúo que merece el planeta, arreglan el destrozo. Recibo un mensaje de Netflix en el teléfono para producir la serie. Me pregunto quién interpretará al biólogo.

El móvil vuelve a sonar y abro los ojos. Despierto. No sé ni en qué hora ni en qué fase me encuentro, solo recuerdo que hoy el primer día después del ERTE y, para no perder la costumbre, el tiempo se me echa encima. Agarro un paquete de palitos con pipas, me pongo cualquier cosa y salgo a la calle equipado con mi mascarilla de Darth Vader. El sol brilla, los comercios reabren y todo parece volver a la normalidad, pero yo sigo preguntándome si Ramón García sigue entre los bloques de mi barrio a punto de expandir de nuevo el virus con su tatuaje del brócoli en su descomunal bíceps. No sé si estaré preparado. Camino por delante de una academia de baile a la que nunca había prestado atención alguna y me detengo. ¿Desde cuándo está aquí? Leo el programa de reapertura de clases. Sonrío. Esta misma tarde llamo.

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