Cuando volví al pueblo no parecía yo, soy trans y me obligaron a demostrar que era hombre

Volver al pueblo no es una peregrinación bonita para todos: muchas personas trans reviven rechazos, tienen que dar explicaciones y ser discriminadas

“La última vez que fui a mi pueblo, en 2016, se lo dije a mi madre: no voy a volver nunca”, explica Brenda Larios, una mujer trans de 28 años originaria de Santa Cruz Bolivia que vive en Madrid. “Abandoné mi país para ser libre, ser yo misma, y volver a mi ciudad natal supuso ocultar que era mujer, masculinizarme, interpretar un personaje que no era yo”, añade con la voz rota y llorosa a miles de kilómetros de distancia.

Volver al pueblo, ese ritual de nostalgia y fiesta que hacemos cada vez que se acercan las vacaciones y los puentes largos es una peregrinación anual para ver a los amigos de toda la vida y a los familiares que te han visto crecer. Y, aunque a algunos nos pueden superar las bromitas pesadas sobre cómo hemos cambiado, para mucha gente no es una experiencia terapéutica, sino algo mucho peor. Muchas personas del colectivo LGTBI suelen verlo como un retroceso identitario: algunas familias les piden que oculten su sexualidad y que eviten hablar de su vida amorosa y emocional. Se ven obligados a volver al armario para no provocar posibles rechazos ni rumores. Aunque sea doloroso, muchos ceden.

Y no hace falta irse a Bolivia. Este verano, en pueblos de toda España se han vivido situaciones como la de Brenda.

Ser LGTBI y volver al lugar que te vio crecer

Pero las personas trans, como ella, no tienen ni que quisieran la posibilidad de "disimular". Para ellas, volver al armario supone no solo cambiar su orientación, sino también su género. Y muchas veces les es imposible debido a los visibles cambios físicos que ha vivido su cuerpo durante el proceso de transición. “Cuando volví a Bolivia adopté una actitud varonil, a pesar de estar transicionando. Fue un sentimiento frustrante porque volví a entrar al armario. Renuncié a todo por lo que había luchado durante mi vida, me sentía impotente”, asegura Brenda. “Muchas lo hemos pasado y es algo que no se lo voy a desear a nadie”.

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Nil, un catalán de 19 años originario de Vic que vive y estudia Educación Social en Barcelona, pasa por un proceso similar cada vez que vuelve a su casa. Sin embargo, cree que ha tenido más facilidades. “Todavía no he empezado la hormonación, siempre he llevado el pelo corto y la ropa ancha y, por suerte, tengo poco pecho, así que no debo cambiar mi aspecto físico excesivamente cuando vuelvo a casa”, relata Nil. “Lo único que escondo son las pastillas que me tomo para no tener la regla”, añade.

Quedarse y morir o huir y sobrevivir

Los motivos que llevan a las personas trans a abandonar sus hogares natales son muchos. En los casos más extremos, es pura supervivencia. “Lo que me impulsó a venir fue que en Bolivia la transfobia y el machismo abundan”, asegura Brenda. Los crímenes a mujeres trans son constantes en su país, y suelen salir impunes. Según las cifras de los colectivos LGTBI de La Paz, “que apuntan a la baja”, añaden, en 10 años ha habido 60 crímenes a mujeres trans y solo 1 de ellos ha sido investigado. Para ayudar a poner en contexto la envergadura de esta cifra: en Bolivia son 11 millones de habitantes y España, con 47 millones, las cifras calculan 10 crímenes en el mismo lapso de tiempo.

Eso, obviamente, no quiere decir que las personas trans no sufran violencia en nuestro país. El testimonio de Nadia López una gallega de 24 años que tuvo que abandonar su pueblo y refugiarse en Bilbao demuestra lo contrario: “mi padre me dijo que o me iba o me mataba. Cuando volví a mi pueblo por el funeral de mi madre, dijo que si ‘veía a su hijo con peluca’ lo mataba y luego se suicidaba, que le daba igual porque sin mi madre no tenía motivos para vivir. No pude ir al funeral, tuve que ir días más tarde a la tumba y decirle adiós”.

“Me oculto por el bienestar de mis padres”

Pero el motivo principal que obliga a las personas trans a deshacer su transición y ocultar su verdadera identidad es el impacto de la familia. “En Vic solo conté que soy trans al que era mi mejor amigo. Dejémoslo en que no se lo tomó bien. No se lo he dicho a nadie más, ni a mis padres. No es una conversación sencilla y no me he atrevido a contárselo” explica Nil. Ahora vive “prácticamente una doble vida”. Una en Barcelona, “donde mis compañeros de piso y de clase me conocen en masculino”, y otra en Vic, “donde mi familia, amigos y conocidos me tratan en femenino”.

“Es horrible tener que ocultar mi identidad cada vez que vuelvo. Pero es peor la sensación de estar mintiendo a la cara a la gente de tu alrededor. Imagina tener que estar buscando excusas constantes por las que tus amigos de toda la vida no pueden conocer a tus amigos nuevos. Tengo dos círculos sociales que no puedo juntar. Soy dos personas distintas". Esta dualidad se debe a que descubrió su identidad antes de ir a Barcelona, “así que cuando llegué me presenté como Nil y con mis pronombres, masculinos. No tuve que salir del armario”. La conversación con sus padres sigue pendiente, y la tendrá antes de hormonarse, pero el miedo al rechazo de la familia, principal freno a muchos a salir del armario, siempre estará ahí.

Brenda sí que lo dijo a su familia más allegada. "Tengo el apoyo de mi hermana". El de sus padres, sin embargo, todavía no. “Les costó aceptar cuando les dije que era gay… ser transexual lo ven todavía peor”. Pero, a pesar de eso, sigue creyendo en la necesidad de protegerlos de la opinión de los demás, y fue ese el motivo por el que decidió “masculinizar” su aspecto para volver a su ciudad natal. “Fingir que no soy una mujer porque no quería que los que rodean a mi madre lo sepan. No me oculté por mí, sino por ella. Porque ella es la que se queda, y es a la que estarán comiendo la cabeza y acosándola. Aun así, había personas que lo sabían. Mi tío dijo a mis espaldas: ‘se fue chico y volvió chica’, con intención de herirla”.

Sí, hay algunos finales felices

La familia de Laura López, una estudiante madrileña de 23 años, pasó por lo mismo. “Cada verano íbamos a un camping en Alicante. El verano que descubrí que era una mujer volví como Laura. En seguida fueron a atacar a mis padres, acusándolos de habérseles ido la cabeza y de ser malos padres”. Por suerte, este intento de derribo no frenó el apoyo de sus padres: “el primer año que debía llevar bikini en el camping no me atrevía a salir, me veía como un hombre. Pero mis padres me animaron a hacerlo”.

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La historia de Laura tiene un final feliz: “tuve que dar explicaciones a decenas de personas sobre mi transición cuando yo todavía no sabía ni la mitad de cosas. Fue agotador y estresante. Cuando me puse pechos, todos me los querían tocar. Aun así, a la larga, han acabado tratándome con normalidad”. No todas acaban igual de bien. “No creo que vaya a volver jamás al pueblo que me vio crecer, aunque me pida perdón”, afirma Nadia, con la voz cargada de ira hacia la transfobia de su padre, al cual no perdona que la echase de casa de adolescente y sin estudios, viéndose forzada a la precariedad laboral que afecta a la comunidad trans ocho de cada diez están en paro, según datos de la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales. Al final, “lo más duro es saber que nunca te aceptarán los que te han visto crecer si quieres ser tú misma”, se lamenta.