Todavía no he perdido la esperanza. De vez en cuando me paseo por una librería. Veo algún título que me gusta y lo compro con la firme intención de leerlo. Por la noche lo abro y empiezo a recorrer las líneas. Al cabo de cuatro párrafos me percato que mi mente ha huido y que lo que leo ya no tiene ningún sentido. Entonces suena el whatsapp. Pienso que será ese grupo pesado del cumpleaños y me propongo no mirarlo. Suena otra vez. No me puedo aguantar. Era el grupo del cumpleaños.
Pongo el modo avión y vuelvo a empezar mi libro consciente de que mi atención se había escapado al cabo de dos líneas. Esta vez aguanto cuatro y me acuerdo de que tengo que gestionar ese pedido de Amazon que no me ha llegado. Así que cierro el libro para atender esta emergencia. Cojo el ordenador. Se me olvida para qué lo había cogido. Abro un periódico online. Buceo entre titulares. Abro cuatro páginas más, para acabar durmiéndome con el capítulo de una serie que ya había visto. Mientras tanto mi nuevo libro toma la posición en mi mesilla de noche en la que cogerá polvo las próximas semanas, hasta que me decida a relegarlo a la estantería junto a otros intentos fallidos de lectura.
Recuerdo cuando leía libros. Qué digo leer, los devoraba. En mi bolso nunca faltaba uno y no había trayecto en transporte público, sala de espera en el médico ni cola en el supermercado que no aprovechara para sumergirme, aunque fuera unos minutos, entre sus páginas. La vida entonces tenía un color diferente. Era capaz de concentrarme en un libro y bailar con sus páginas durante horas en las que lloraba, reía y me moría si no tenía a mano un lápiz para subrayar esa frase magistral que acababa de leer y quería que se quedara en mi memoria para siempre.
Pero hace tiempo que mi memoria ya no es lo que era. Ahora está plagada de titulares llamativos, vídeos de gatitos, artículos virales, series norteamericanas, vídeos de youtubers, fragmentos de entrevistas, tuits ingeniosos o alertas urgentes de las aplicaciones de los periódicos. Mi atención también está irreconocible. Está completamente fragmentada entre las decenas de pestañas que tengo abiertas cuando estoy delante del ordenador. Muchas veces comienzo una tarea que olvido haber empezado porque otra cosa requiere mi atención y así sucesivamente hasta que acabo el día enterrada bajo cientos de estímulos de las diferentes pantallas a las que paso expuesta la inmensa mayoría de las horas que estoy despierta.
Dentro de esta dinámica, los libros ya no encajan. Hace tiempo que hago como que no me doy cuenta de que cada año leo menos que el anterior y 'leer más libros' siempre está entre mis incumplidos propósitos de año nuevo junto a perder esos cinco kilos y apuntarme a yoga. Pero me pregunto si no debería asumir de una vez por todas que mi cerebro ha llegado a un punto de no retorno en el que no volverá a poder mantener nunca más la concentración en un texto de 500 páginas. También me pregunto si mi ego podrá admitir alguna vez en público que ya no leo libros, que he dejado de lado la erudición y que su ausencia me relega casi al papel de ignorante telespectador de Mujeres y hombres y viceversa.
Por mucho que me afane por limpiar mi nombre asegurando que veo series de culto, ojeo el New York Times, me trago conferencias de TED y alguna vez hasta me leo los artículos antes de compartirlos en Twitter, no sé si mi entorno social me perdonará por confesar que ya no soy capaz de leer libros. O tal vez, tras sobrevivir al escarnio público, más gente se decida a reconocer que esas tardes en las que pasábamos páginas hasta que se nos echaba la noche y, a veces, incluso la madrugada, son cosas del pasado. Y que nuestro futuro está irremediablemente ligado a una pantalla con cientos de pestañas abiertas que sacien nuestras inagotables ansias de no estar nunca en el momento presente, sino en muchos lugares diferentes a la vez.