El mar tiene algo adictivo. Lo saben los poetas desde tiempos de Homero, los publicistas desde que se inventaron los anuncios de Estrella Damm y cualquiera que se haya emborrachado con amigos una noche de verano en la playa. Es fácil sentirse invencible entre olas, tragos de ron y olor a salitre. Y, sin embargo, cuando no tienes ni para pagar una habitación sin ventanas en la ciudad, residir cerca del mar parece un lujo inaccesible. Y vivir en un barco, una estridencia reservada a dos tipos de personas: los niños bien que cada agosto se broncean desde sus yates en Marbella y los anuncios de Estrella Damm
Lo reconozco. Yo era una de esas amantes de los estereotipos que pensaba que si no te llamabas Cayetano ni tenías un máster MBA —pagado con tarjetas Black—, lo de la navegación se te complicaba. Hasta que conocí a Carlota. Esta joven bióloga nació hace 26 años en Coslada, uno de los municipios madrileños menos sospechosos de tener un estándar de vida pijo. Aunque se crió a cientos de kilómetros del mar, su amor por el medio marítimo le ha llevado a hacer del océano su hogar. Tras trabajar a cambio de alojamiento y comida en barcos de Irlanda y Euskadi, ahora se encuentra en Baleares, donde forma parte de la tripulación del si no te llamabas Cayetano.
“Salimos a navegar para investigar animales como ballenas, delfines y tortugas. También recogemos plásticos. Todos los días volvemos a puerto o a fondeadero, donde solemos realizar actividades para concienciar a la gente sobre el estado del mar”, me explica desde la cubierta del Toftevaag, un pesquero noruego de más de 100 años de antigüedad.
Los 17,5 metros de eslora de la embarcación acogen a 12 personas, que conviven en un espacio reducido y sin apenas contacto con el exterior. “Es como vivir en un hostel, trabajar en un hostel y no salir del hostel. Y hacerlo con gente que, para bien o para mal, tú no has elegido”, resume. Mientras habla, no puedo evitar imaginarme una versión marítima de la academia de Operación Triunfo, donde los participantes aprenden a atar cabos, izar velas y lijar en vez de a cantar.
“Es una vida dura. Hoy me he levantado a las cinco de la mañana. Pero a las ocho estaba en el mástil y sentía que eran las doce de mediodía. Aprendes a aprovechar mucho más el tiempo. Y compensa levantarte, ver el mar y sentirte a merced de la naturaleza, los animales y la meteorología. Hoy teníamos a 200 delfines jugando cerca de nosotros. Es una pasada”, me cuenta animada tras insistir en que “lo más gratificante de esta vida es la libertad de movimiento que tenemos”.
Barco-stop para cruzar el Atlántico
Carlota no es un caso aislado. Cada vez más jóvenes españoles se decantan por este estilo de vida alejado de rutinas e hipotecas. Una de ellas es Paula. En 2014, tras acabar la carrera de arquitectura, decidió romper con todo y se pilló un billete a las Palmas. “Me apetecía dejar el móvil y el ordenador. Coger una mochila y salir a investigar para conectar con el presente”. Dicho y hecho. Tras hacer barco-stop consiguió cruzar el Atlántico y llegar al Caribe. La experiencia le enganchó tanto que lleva desde entonces dejando que su rumbo lo trace la fuerza de los vientos, en una vida nómada que deja plasmada en hacer barco-stop
Aunque no ha sido un camino idílico. Ha tenido que lidiar con la actitud condescenciente de quienes no entendían que cambiase una prometedora carrera por “limpiar y cocinar en un barco”. Un reproche social que parece diluirse entre las cristalinas aguas que le rodean en Bermuda, donde ha recalado tras navegar en el velero ‘Copérnico Doblón’ por República Dominicana, Haití y Cuba. A punto de volver a cruzar el Atlántico insiste en que, en contra de la creencia popular, para lanzarse al mar es más importante tener ganas que la cuenta corriente de las Kardashians. “Un velero es como una caravana del mar. Es una casa móvil y hay casas de todo tipo. Hay gente viviendo a bordo de su velero, que come lo que pesca y se mueve con el viento. Es un estilo de vida muy natural y económico”, asegura.
Pedir trabajo en el puerto
Bien lo sabe Sara, una joven segoviana de 24 años graduada en Ciencias del Mar. Cansada de trabajar como camarera decidió probar suerte en Reino Unido, donde trabajó como voluntaria arreglando una casa y en una granja hippie en Bristol. Pero quería empaparse de la vida marinera, así que se plantó en el puerto de Brixham, un pueblecito pesquero al suroeste de la isla británica. Preguntó y acabó en el barco de Toni. Este pescador, viejo lobo de mar, ha invertido los ahorros de su vida en I.R.I.S, un pesquero de madera de pino de casi cien años de antigüedad. Juntos se afanan en lijar, pintar y poner a punto el velero para que vuelva a surcar los mares.
“De momento estamos en la zona de reparaciones del puerto. Dormimos y vivimos en el barco”, relata tras confesar entre risas que “la vida a bordo es un poco minimalista. Todo está muy limitado y el almacenamiento es una locura. Debajo de la mesa donde comes están los chalecos salvavidas y los huevos. Es como un Tetrix”, ríe.
Aún así, se muestra encantada con su rutina actual. “Vine porque quería aprender conocimientos prácticos que veía que mis abuelos tenían y que en nuestra generación hemos olvidado. Se nos rompe un enchufe en casa y no sabemos qué hacer”. De momento su propósito se ha cumplido. Además de ser carpintera, electricista y cocinera a tiempo parcial, esta versión millennial de McGiver también ha matado el gusanillo de soltar amarras y lanzarse al océano. “Hemos estado navegando 11 días por Escocia, porque el pescador con el que vivo trabaja a veces como capitán para una compañía de navegación”, comenta.
Sara es consciente del recelo que despierta su estilo de vida, radicalmente libre y alejado de convenciones sociales. “La gente me dice que estoy loca. Que estoy invirtiendo mi tiempo y mi energía y no estoy ganando dinero. No gano, pero tampoco gasto nada. La vida son etapas y ahora para mi es más importante la experiencia. A quienes se están partiendo el espinazo en la oficina nadie les puede garantizar que en seis años no quiten las pensiones y puede que el tiempo que han invertido no les sirva de nada”, reflexiona en voz alta.
Por si queda alguna duda, esta adicta al ‘carpe diem’, lanza un mensaje a quienes sienten que naufragan cada mañana en el metro de camino al trabajo: “Lo que quieras hacer, hazlo ya”. Si somos el tiempo que nos queda, no podemos malgastarlo anclados a puertos deprimentes. Ya lo decía la canción: la vida pirata es la vida mejor. Y, aunque sea una vida alejada de lujos, excesos y champagne, siempre habrá tiempo para tomar una botella de ron.