El perro Tarzán, el Hachikō español que enamoró a todo un pueblo con su fidelidad

Era un perro callejero que encontró su hogar en la iglesia de Aspe. Y decidió acompañar a todos sus habitantes en los mejores momentos, pero también darles apoyo en los más tristes

Todos conocemos la historia de Hachikō, el perro akita de Shibuya Tokio que cada día esperaba a su amo a la vuelta del trabajo en la estación de tren para volver juntos a casa y que, cuando un día murió de hemorragia cerebral en el trabajo y no volvió, Hachikō fue a esperarlo y ahí se quedó, hasta el final de sus días. Vivió durante diez años en esa estación, recibiendo cuidados de todos los transeúntes que pasaban a diario y que conocían su historia. Al final, tras su muerte, se erigió una estatua y se convirtió en un símbolo de la fidelidad y el amor de los perros hacia los humanos.

Es una historia preciosa adaptada a series, películas, libros y videojuegos que sacan la lagrimita a todos los dueños de animales. Pero no hace falta irse a Japón para encontrar ejemplos de la bondad de los perros. En España también tenemos nuestro propio Hachikō, como recuerda el guionista Carlos Torres en un hilo de Twitter. Se llamaba Tarzán y nació en los sesenta en Aspe, en Alicante.

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Fue un superviviente desde el principio”, explica el guionista, nativo de Aspe. Estaba ahogándose en un río, donde lo habían tirado para sacrificarlo. Por suerte, unos niños lo rescataron. Intentaron adoptarlo, pero ninguno de los padres se lo permitió, así que lo llevaron a un árbol de la plaza del pueblo, frente a la iglesia y se organizaron para cuidarlo entre todos. Lo alimentaban de sobras, y a medida que el perro crecía, mejoraba su aspecto y quedaba claro que iba a sobrevivir, decidieron bautizarlo como Tarzán, por la última película que habían visto.

Las autoridades querían sacrificarlo porque podía suponer una amenaza a la salud pública, al no estar vacunado. Pero los niños se organizaron con sus pagas y una breve colecta para pagar las vacunas al perro. Conmovidos por el jaleo que montaron, el pueblo acabó aceptando el papel del perro como mascota del pueblo, y le dejaron quedarse a vivir en la plaza y la iglesia, la cual hizo suya. “Era tan pacífico que fue el único perro al que se le permitió el privilegio de entrar al templo y tumbarse a la bartola entre los bancos”, recuerda Torres.

Desde entonces, Tarzán interiorizó su rol como protector de la iglesia y de todos sus feligreses. “No había boda, comunión o bautizo que no contara con su presencia”, se unía a las celebraciones, iba a las fiestas y ladraba de alegría. Pero también participó en los momentos tristes que se viven en los templos: los funerales. “Cada vez que un vecino del pueblo moría, Tarzán aguardaba en la puerta de la iglesia a que el féretro saliera para acompañar con su solemnidad el resto del entierro”, los perros entienden las emociones humanas y Tarzán, que sentía que tenía que proteger a toda esa gente que lo había cuidado, quería acompañarlos en el duelo.

“Llegado a un punto intermedio del trayecto que separa la basílica del cementerio, los sacerdotes despedían al cortejo fúnebre y regresaban a la iglesia. Tarzán no, Tarzán apechugaba y seguía al difunto hasta el pie de su tumba y allí se quedaba hasta que acababa todo. No importaba lo bueno o malo que hubieras sido en vida, mientras Tarzán habitó las calles del pueblo, no hubo aspense al que Tarzán no despidiera. Me gusta pensar que, como nunca fue de nadie, decidió agradecérselo a todos”, recuerda el guionista.

Así fue su vida, y así fue su final. “Algunos cuentan que, en su último entierro, al llegar al cementerio, decidió seguir camino y no pararse. Desde aquel día nadie volvió a verlo”. Pero el perro estaba tan unido a la memoria del perro que decidieron que no querían olvidarlo. El cantante lírico Alfredo Kraus conoció al perro en los sesenta, y cuando volvió al pueblo 30 años después, preguntó por él. Le dijeron que había muerto sin tumba, así que el cantante propuso dedicarle una estatua. Y “había tanto amor por ese perro callejero” que la decisión fue unánime: tenían que hacerle ese último homenaje al perro que, en los mejores y peores momentos, siempre estuvo ahí.