Soy joven y trabajo rodeado de incompetentes que cobran 4 veces más que yo

Tú, sentado delante de tu ordenador con tus veintilargos, tus cuatro idiomas, tu par de másteres y decenas de prácticas y contratos precarios a tus espaldas

Tú, sentado delante de tu ordenador, con tus veintilargos, tus cuatro idiomas, tu par de másteres y decenas de prácticas y contratos precarios a tus espaldas. A unos metros de ti, ese/a que te pasa el teléfono cuando llama alguien hablando en inglés, que te pregunta dónde está la J en el teclado y lo que más valora de su jornada laboral es la pausa para almorzar. Puede que tu perfil parezca exagerado, y el de tu compañero una caricatura, pero quién no ha mascado esa rabia al comenzar un enésimo trabajo temporal, de verse rodeado de personas que consiguieron ese puesto en un momento en el que los contratos fijos se repartían como churros, que aborrece su trabajo y que, a veces, incluso se regodea en su incompetencia.

Muchos jóvenes no lo reconocerán, pero todos hemos dicho en privado y deseado en secreto que despidieran a ese incordio y con su sueldo pagaran cuatro de los nuestros con los que se sacaría 16 veces más trabajo adelante. Pero claro, eso no se puede decir porque implicaría que habría que abaratar despidos y eso no suena nada progre. También implicaría que nos conformamos con que, con la crisis, los sueldos se hayan reducido a un cuarto de lo que eran y que jamás podremos aspirar a un contrato estable que nos permita dejar de compartir piso. Así que nos callamos como putas, sonreímos mientras nos pasan el teléfono para atender esa llamada en el inglés que aprendimos poniendo cafés en Londres y nos deslomamos para que algún día, cuando algún dinosaurio se jubile, subamos un escalón en la odisea por conseguir un contrato fijo.

Luego nos preguntamos, ¿pero realmente quiero yo uno de esos? ¿para qué, para acabar convertido en uno de ellos? Hasta qué punto la estabilidad laboral, tan maravillosa para pedir una hipoteca, no te hace estancarte a nivel profesional, dejar de aprender, dejar de formarte y dejar de aspirar a tener un trabajo que te llene por dentro además de llenar tu cuenta bancaria. Porque les ves que no les gusta lo que hacen. Que tal vez un día sí, pero que con el tiempo se quemaron, sus aspiraciones cambiaron y ahora, de no ser porque están atados a un sueldo fijo, tal vez habrían cambiado de vía, estarían criando gallinas en una masía o se habrían sacado ese título de profe de yoga que tanto dicen que se sacarán un día.

Así que tú, precario y miserable porque no puedes hacer nada con tu vida, ni proyectarte en el futuro haciendo lo que te gusta y tus compañeros veteranos, esclavos de un salario con el que tú ni sueñas, desmotivados, aferrados a la ley del mínimo esfuerzo y limitándose a disfrutar de la vida los fines de semana y en vacaciones.

Y no hay nada más deprimente y desincentivador, que dentro de ese perfil se englobe a tu jefe directo o al responsable de todo el departamento. Ahí es cuando te preguntas cómo puede ser que una persona así haya llegado ahí y te maldices por haber pensado que el hecho de matarte a estudiar y a ganar experiencia profesional podría permitirte prosperar en una de estas prestigiosas empresas con estructuras setenteras. De esas en las que la media de edad ronda los 50 y los ascensos se dan por cualquier motivo menos por meritocracia.

Entonces tienes tres opciones: apagar el botón de tus aspiraciones profesionales, apretar el culo y empezar a marchitarte hasta llegar al nivel de tus compañeros veteranos; intentar arrimarte a una startup creada por jóvenes que tengan ganas de hacer las cosas de otra manera, pero en la que la palabra 'estabilidad' no entra en la ecuación; o ya directamente lanzarte a la aventura milenial de emprender, o hacerte youtuber, o vender cupcakes por internet o a saber qué otra locura que te apasione, que te permita aprovechar todos esos másters e idiomas que tienes aunque, probablemente, te obligue a seguir confinado in eternis en casa de tus padres. Tú eliges.