Lo que aprendí durante una mañana hablando con mujeres obligadas a prostituirse

"La gente dice que nos prostituimos porque queremos. Por favor, mamita, cuénteles que no"

Daiana está en el camión junto a otras 15 mujeres, migrantes venezolanas como ella. Está esposada al techo para que no intente resistirse. Daiana lo sabe, pero no quiere aceptarlo: el momento que tanto temía y del que tanto le habían hablado lo tiene delante. Las palabras de los policías colombianos son como una losa que la aplastan: "bueno, mamitas: 30.000 pesitos cada una. Y si no, ya saben lo que les toca, ¿verdad, venecas hijueputas?".

30.000 pesos son como unos siete euros. Daiana, nombre ficticio para protegerla, hurga en la billetera, busca nerviosa en los bolsillos, en el sujetador: no hay nada. Ni un peso. Daiana habla con las autoridades colombianas: les explica que no tiene el dinero que le piden y que le dejen ir a buscarlo a la habitación que alquila, pero los funcionarios se niegan. La llevan a la fuerza hasta el lado venezolano de la frontera: cuatro trocheros quienes cruzan de forma ilegal a los inmigrantes la esperan con machetes y cuchillos. La agarran y se adentran en la selva. Daiana reza, implora, ruega. Lo sabe: no tiene escapatoria. La violan entre los cuatro. En ese momento se da cuenta: el futuro que había imaginado en Colombia no existe

Entre la Daiana de aquel día y la de hoy hay dos años de distancia y una tristeza que le invade la mirada. Estoy sentada con ella en uno de los puestos de tintos, como se le llama al café en Colombia, del Parque Mercedes, en la ciudad fronteriza de Cúcuta. A nuestro alrededor hay una veintena de migrantes venezolanas que regentan distintos puestos.

Mientras hablo con Daiana las observo y puedo ver los mismos ojos tristes. Le pido un café y un cigarrillo a Liliana y Daiana me habla con nostalgia de su llegada a Colombia, cuando el futuro parecía un lugar mejor

—Me vine para acá porque vivir en Venezuela es vivir en la miseria. Tengo un hijo pequeñito. Pensé que acá podríamos tener una mejor vida.

—Hasta que te subieron a aquel camión.

—Ese día se me acercaron unos policías y me pidieron la cédula [el DNI] y se la di. Después la picaron cortaron y me dijeron: "qué pena con usted, ya no tiene documento. Tenemos que llevarla a la frontera". Allá nos pidieron dinero. Les expliqué que no tenía y después esos seres salvajes me violaron entre los cuatro sin preservativo mientras se reían y me insultaban. Pasé meses atemorizada haciéndome exámenes por si me habían transmitido alguna enfermedad.

Liliana escucha con atención y observo cómo los ojos se le vuelven vidriosos mientras Daiana cuenta su historia. 

—Liliana, veo que asientes con la cabeza. ¿Te ha pasado lo mismo?

—Mamita, todas las mujeres venezolanas que ves aquí en el Parque Mercedes tenemos historias parecidas. Gracias a Dios a mí no me tocó, pero estaba cuando a una muchacha le hicieron lo mismo que a ella. Una noche vinieron los policías y me subieron junto a otras mujeres a un camión. Nos dejaron en el lado fronterizo de Ureña. Al llegar allí los de Migración Colombia nos pidieron dinero. Una de las chicas les explicó que no tenía y se la llevaron. A los pocos minutos sus gritos se podían oír a kilómetros mientras les rogaba que por favor no la violasen. A día de hoy todavía escucho sus gritos en mi cabeza.

—¿Cuánto hace usted al día con la venta de tintos?

—Apenas hacemos unos 10.000 pesos diarios menos de tres euros. Y solo la habitación que arriendo para mis dos hijas, mi nieto y yo cuesta 340.000 unos 79 euros, al mes. ¿Cómo creen que podemos sobrevivir vendiendo café? Además, tengo que enviarle plata a mi familia. Le pido otro café y otro cigarrillo a la hija de Liliana, que la acompaña en el puesto. Mientras lo prepara, poco a poco, las mujeres de los otros puestos se acercan a nosotras. Al principio escuchan en silencio y cuando Liliana habla, lo comprendo.

—La gente dice que nos prostituimos porque queremos. Por favor, mamita, cuénteles que no. No queremos plata. Queremos que nos escuchen. Nos están dando la espalda. Nadie quiere ver lo que pasa y esto está pasando. No solo nos golpean o nos humillan los hombres, sino que los policías y Migración Colombia nos extorsionan, nos pegan y permiten que nos violen.

—Los policías nos tratan como a animales. Nos encierran durante horas en la jaula. Nos escupen, nos tiran orina y nos graban en vídeo. Hay días en los que nos encierran desde las nueve de la mañana hasta las siete de la tarde -interviene Jennifer, una de las mujeres que se ha sentado con nosotras-.

—¿Qué es la jaula?

—Venga que le muestro.

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Camino con ella unos metros cerca del parque Mercedes y me enseña la jaula: unas vallas verdes policiales dispuestas en un rectángulo donde las encierran y las humillan en plena vía pública. “Los policías nos gritan venecas hijueputas y nos dicen que nos merecemos lo que nos pasa ¿Cómo un ser humano puede hacer algo así? Solo quería conseguir trabajo y sacar adelante a mi hijo porque allá en Venezuela éramos muy pobres, no teníamos comida ni na’. Me vine muy flaquita para acá por el hambre que pasamos allá. Cuando vuelvo al puesto con Jennifer, la hija de Liliana me cuenta que sienten temor por la policía, y me confirma algo que intuía: que La ciudad de Cúcuta es la ciudad del silencio. Aquí, en esta ciudad fronteriza caliente, violenta y salvaje las palabras conducen a un solo lugar: la muerte.

“Cada vez que vemos que se acercan salimos corriendo, pero no denunciamos ni decimos nada porque tenemos mucho miedo a hablar. Si hablamos ya sabemos lo que nos puede pasar. Y nunca puede ser bueno”, explica. Cúcuta es la puerta de entrada a una realidad muy dura: el 74% de las venezolanas que se prostituyen en Colombia, no lo habían hecho nunca en su país; el 62% son agredidas por miembros de la fuerza pública y no tienen escapatoria porque el 85% lo hacen para mantener sus hogares, según un estudio de Secretaría de la Mujer de Bogotá.

Cuando estamos en medio de la conversación un hombre le pide un café a Liliana y mientras ella lo prepara se acerca a Jennifer. Le dice qué linda que estás y le susurra algo al oído. Jennifer niega con la cabeza y le explica que está ocupada. El hombre insiste: quiere subir a una de las habitaciones del motel que está encima del puesto en el que estamos sentadas. Ella le pide que por favor pare, que ahora no es un buen momento. Liliana y el resto de las mujeres que se agolpan en el puesto intervienen: 

—Ya le ha dicho que no. ¿No ve que estamos hablando? No interrumpa la conversación. Ténganos un poco de respeto.

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El hombre suspira y se aleja. Jennifer sonríe. Aquí las mujeres no solo comparten la nacionalidad de origen o la historia de abusos. Se han convertido las unas para las otras en compañeras, amigas, confidentes. Han creado entre ellas un espacio seguro, un refugio al que volver cuando son violadas o humilladas. Así me lo explica una joven que se ha acercado al puesto: “nos avisamos entre nosotras cuando vemos que se acercan los policías para salir corriendo y que por lo menos algunas puedan escapar. Nos contamos si un hombre nos golpeó y nos apoyamos cuando tenemos un día triste porque extrañamos a nuestras familias. Además, solo nosotras sabemos lo que pasamos. Las familias de la mayoría de las que estamos acá no saben que hacemos esto”. 

—Hay hombres que son asquerosos. Un día uno me agarró bien fuerte por el cuello y me estaba ahogando—, interviene una de las mujeres.

Una nunca se acostumbra a que la traten así. Todas las mañanas me pregunto cuándo será la última. He montado puestos de todo para intentar salir de esto- le contesta la hija de Liliana—.

Imagínese, mamita, lo que es para mí ver a mi hija haciendo esto. Es lo peor que le puede pasar a una madre—, entra Liliana, que observa a su hija y rompe a llorar—. Nunca imaginé que esto nos pasaría. En Venezuela trabajaba de guardia de seguridad y en mis ratos libres como peluquera, hasta que la pobreza fue tal que nos tuvimos que ir para no morirnos de hambre. Cuando llegué acá golpee todas las puertas, y todas me las cerraron.

Me despido de las mujeres, y anoto sus números de teléfono. Antes de irme Liliana se gira hacia mí: 

—Mamita, usted que es periodista, por favor cuénteles que no somos libres. Usted haga saber allá en Europa que no hacemos esto por decisión. Dígales que nunca fuimos ni seremos libres. No podemos ser libres cuando nos humillan y nos maltratan.

La grabadora la he apagado, pero intento retener sus palabras en mi memoria. Cuando me subo al taxi abro mi cuaderno y en la última hoja escribo esto para no olvidarme. Supongo que por eso escribo: porque olvido, y lo hago rápido. Por eso escribo: porque en algún lugar leí que lo que se escribe no muere. Y escribo esto para que las historias de las mujeres que conocí aquella mañana no mueran en mi memoria. Ahora comprendo que en aquel momento me equivoqué: el silencio es el que mata. Poner el dolor en palabras es elegir, siempre, la vida.

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