Pasé tres días en Ibiza y descubrí que el amor verdadero existe

Una experiencia que me hizo despertar la parte más romántica y soñadora que me quedaba por explorar

By Lítera

Abrí sutilmente los ojos. Unos rayos de sol ya iluminaban parte de mi cama. Sentí el aroma del café y el olor de los pinos. Ya había pasado la primera noche en Ibiza. Había aterrizado el día anterior pasada la hora de comer y la había visto. La había, como quien dice, fichado. Ya había visto parte de su encanto y su aura me deslumbró. Estaba dispuesta a seguir descubriendo qué más había detrás de esa belleza escultural. Me levanté con ganas. El frío de las baldosas en contacto con mis pies terminó de conectarme con el día.

La noche anterior, donde habíamos podido disfrutar del jardín junto a un aperitivo y unas San Miguel, no coincidimos. De vez en cuando, lanzaba miradas hacia donde estaba ella y me quedaba embelesada con sus movimientos. Quería ir y presentarme. Quería acercarme para decirle quién era y preguntarle cómo era posible que no nos hubiéramos visto antes. Quería que me viera, que quisiera conocerme, que buscara compartir esos días conmigo, que me contara de dónde había salido, de dónde venía ese brillo que le nacía desde adentro.

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Después de levantarme, entré en el baño para enjuagarme la cara y arreglarme un poco el pelo. Quería verme guapa pero natural. Un extenso y variado desayuno me estaba esperando al lado de la terraza. Todo el jardín, que estaba brillando por la luz de la mañana, quedaba sepultado con su atractivo. Pero ¿qué me pasaba? Llegué a pensar que algún tipo de conjuro me tenía atrapada porque una magia intocable me hacía no poder quitar la mirada cada vez que aparecía. Y esa no era mi forma de actuar, siempre actuaba de manera desinteresada, como si realmente no hubiera visto nada.

Durante el día íbamos a ir a dar un paseo en barco. Sospechaba que allí empezaría a enamorarme de verdad. Ese presentimiento venía porque, antes de marcharnos, tuvimos la oportunidad de compartir el desayuno. Ocurrió en silencio. En paz. Yo, que balanceaba mi mirada entre la taza de café y su fina complexión, estaba encantada. Observé cómo, por fin, su interés caía sobre mí. Estábamos conectando. Si aquella hubiera sido una escena de una película, ese momento habría pasado a cámara lenta, con una música de fondo muy suave. La chispa acababa de encenderse y eso que aún no nos conocíamos bien.

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En el barco empezamos a conocernos. Al principio, toda conexión era de forma más superficial. No teníamos la intención de parecer excesivamente insistentes ni interesadas. Los instantes comenzaron a ser más distendidos, nos íbamos relajando. Después de horas sentí cómo su magia empezaba a envolverme. Sin duda, había empezado a enamorarme. Quise conocer sus secretos y accedió a hablarme de ellos. Vi sus rincones ocultos, me sumergí en la profundidad de su ser porque me permitió entrar y yo, poco a poco, me abría a dejarme descubrir. Ese día conectamos muchísimo y ya no queríamos separarnos. Fue entonces cuando me di cuenta de que, aunque íbamos a compartir el resto del día y la mañana del siguiente, era la última noche que estaríamos cerca. 

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Nunca antes me había enamorado tan fuertemente de un lugar. Ibiza fue la primera vez. Su encanto y su magia vislumbran, sentí que era mi nueva casa. Conocí la parte de la isla a la que muy pocos pueden aspirar gracias al proyecto de Casa San Miguel Ibiza. Cuando piensas en Ibiza, piensas en fiesta. Pero hay mucho más y pudimos descubrirlo. Vimos el atardecer en Cala Comte, nos bañamos en la deshabitada Isla Conejera, disfrutamos de una gastronomía con platos de pescado, carne o verduras. Todo ello acompañado por siete cervezas distintas que pudimos degustar y beber a nuestro antojo. ¿Cómo era posible no enamorarse de un plan como este?

***A través del perfil de Instagram de algunos de los participantes de la experiencia, como la actriz Mireia Oriol o el actor David Solans, puedes presentarte a un sorteo para ganar un viaje a Ibiza similar al mío.