Eso a lo que llaman amor es trabajo no remunerado

¿Por qué damos por hecho y aceptamos a ciegas que el amor implica trabajo? ¿Es ese trabajo el mismo para hombres que para mujeres?  

Cuando eres mujer y naces y creces sabiéndolo hay algunas reglas que, aunque no las ves a simple vista, existen. Dado que hoy es 14 de febrero y que celebramos esto a lo que llamamos estar enamoradas y enamorados y enamorades, me gustaría hablar de ellas o intentar explicar cómo las hemos —he— vivido. Cuando eres mujer hay una pantalla que indica que ciertos comportamientos amorosos o sexuales o bien son de puta, o de tonta, o de ridícula o de loca.

Tamara Tenenbaum lo explica perfectamente en su libro El fin del amor. Amar y follar en el siglo XXI: “Todas tenían miedo de hacer las cosas mal; todas sentían en algún momento que en efecto las estaban haciendo mal. Cuando ya entendías lo de los besos, llegaba el sexo; cuando ya entendías los noviazgos, empezaba el tema de los hijos. Siempre te estaban moviendo la línea de llegada”. Podríamos decir abiertamente que no entendemos del todo el amor, el sexo y todo lo que está en medio y a los lados, ya que en la mayor parte de las ocasiones nos llega como un paquete que aceptamos sin mirar. Pero quizás sí que hay algo que sobrevive en las sombras de todas las relaciones amorosas: amar es trabajo.

El trabajo del amor

Las economistas feministas explican que eso que llaman amor es trabajo no remunerado. Esto es así porque, como explica Tenenbaum: “la mujer que se sacrifica por amor no lo hace en el vacío: lo hace en un contexto en el cual —aparentemente— el amor es el único camino posible que tiene hacia una vida con sentido”. Es decir, una mujer no puede alcanzar el éxito en la vida si no triunfa en el amor, y eso requiere MUCHO trabajo. Cuando una nueva relación aparece en tu vida empieza un viaje de momentos maravillosos pero siempre a la par que nuevos problemas. Tanto para bien o para mal, sostener la relación supone un esfuerzo porque está en nuestro ADN que debemos ser exitosas en el amor, que nos debe ir bien. Si me va bien en el amor, me va bien en todo. Si solo me va bien en el trabajo, siempre me va a faltar el amor. 

Es así, por tanto, que una relación de pareja es también una relación de trabajo. Esto es por parte de ambos y las redes y el capitalismo nos han hecho pensar y realmente sentir que sostener una pareja es un mérito, que es todo un mérito que permanezca la pasión, la comunicación, los planes y la chispa. Y que eso es solo algo que consiguen “las mejores parejas”. Es un peso enorme sentir que la idea de nuestra felicidad y nuestro éxito en el amor está bajo nuestro control y nuestras decisiones. Si un día estás de mal humor porque el café se te cayó y rompiste la taza, compartir esa rabia puede dar como resultado un conflicto de pareja. Algo que digas o hagas puede hacer tambalear la calma amorosa en la que te encuentras. Esto también es un trabajo.

El amor: un trabajo que no quiero

Me he acostado con más de 30 hombres pero no he estado enamorada ni de la mitad de ellos. Ni siquiera me he enamorado de un cuarto de ellos. El descubrimiento sexual en mi caso no implicaba amar a la otra persona. Ahora tampoco lo implica. No obstante, en varias ocasiones imaginé estos vínculos como posibles bonitas historias de amor. Es más, cuántas veces pensamos y pensé que entregando mi pasión, mi energía y mis cuidados, dejando de lado a mis amigas, a mi familia y a mis intereses por ese amor impulsivo y potente de mariposas en la barriga, estaba marcado un antes y un después. No me parecía en absoluto estar siguiendo las reglas impuestas por los matrimonios pactados de amor eterno y plena monogamia. Estaba decidiendo sobre mi cuerpo y mi deseo y nada de eso me venía dado.

Lo que ocurría, en realidad, es que había una cuestión que siempre se mantenía en la sombra guiando mi forma de amar: “la mejor oportunidad que tiene la mujer es protagonizar un gran amor: ser ‘la gran mujer detrás del gran hombre’. Una mujer puede hacer infinitas cosas pero, si no tiene amor, socialmente será reconocida como vacía. Como si esto fuera poco, el amor romántico demanda que, si esa mujer efectivamente desea ser amada, no puede pretender quedarse con nada. Debe darlo todo”, explica la autora. Y, aunque nos lo ponen delante del rostro y entendemos el sufrimiento de esas supuestas heroínas del amor como Julieta o Bovary, pocas veces se nos quitan las ganas de vivir un amor apasionado. Es como si nos dijeran: sufrirás, sí, pero valdrá la pena. 

Ser feliz por obligación antes que por deseo

Con todo esto delante, ¿cómo no iba a ser liberador mantener relaciones sexuales esporádicas en las que no hay que trabajar, ni cuidar el vínculo, ni entregarlo todo y poder expresar la rabia o el dolor sin el miedo de joder nuestra hermosa relación? ¿Les sucede esto también a los hombres? Hay algo que estoy segura que también les ocurre a ellos como a nosotras y que va ligado a la trabajosa idea de felicidad amorosa: “tu pareja, de pronto, debe satisfacer todas tus necesidades: tiene que ser tu mejor amigo, tu confidente, tu semental, tu compañero de viaje. No hay cosas que no puedas hablar con él, ni lugares a los que prefieras ir con otras personas”, explica Tenenbaum.

Y a partir de esas decisiones en las que sí hacemos cosas de forma individual con amigxs o en soledad, pueden surgir miradas recriminatorias que nos indican que quizás no estamos cuidando del todo nuestro vínculo, que quizás no estamos trabajando lo suficiente en mantener viva la relación. Cualquiera se llevará las manos a la cabeza y pensará “¡qué dices! si lo ideal es poder compartir cosas con tu pareja y también sin ella”. El discurso yo también lo sé pero si somos 100% honestxs a más de una persona le ha ocurrido.

Entonces, ¿cuál es el descanso? Si trabajas de lunes a viernes y tienes dos días para no pensar en trabajar, ¿cuándo se descansa del trabajo de amar? ¿Por qué suponemos que eso es algo diario? ¿Por qué suponemos que no puede agotarnos el mantenimiento de que nuestra relación de pareja sea maravillosa? Quizás, de forma inconsciente, nace desde aquí uno de los miedos al compromiso.