Por qué sientes que te estás prostituyendo dentro de tu propia relación

A veces por temor a perder el aprecio de los demás somos capaces de renunciar a nosotros mismos. Y tú, ¿cuánto estás dispuesto a perder para ser popular?

Todos necesitamos sentirnos amados, saber que alguien nos quiere y nos aprecia. Es una necesidad básica del ser humano. Pues una existencia sin amor supone convivir con una gran sensación de vacío. Ahora bien, cuando esa necesidad implica sentirse amado por todos, nos encontramos ante su expresión más disfuncional: esa en la que la persona se vuelve presa de su deseo de sentirse querida por los demás y que la lleva a realizar todo tipo de comportamientos para conseguirlo.

Da igual si tiene que dejar a un lado sus planes, cambiar de opinión o hacer algo que no le agrada demasiado, lo importante es conseguir la aprobación externa y alimentar esa hambre voraz de afecto para alcanzar la tranquilidad. Una sensación que tan solo será momentánea porque en realidad es esclava de esta forma de actuar. De ahí que el psicoterapeuta Giogio Nardone se refiera a este patrón como prostitución relacional. Al fin y al cabo, es venderse a uno mismo en las relaciones con los demás para obtener algo a cambio.

La prostitución relacional para lograr popularidad

Lo cierto es que quienes se prostituyen a nivel relacional suelen ser muy populares y apreciados por los demás. Siempre están disponibles, son sensibles y atentos con las necesidades de los otros y fanáticos del consenso. ¿A quién no le gustaría tener a alguien así al lado? Son las típicas personas a las que se las considera de fiar, para confiar un secreto o con las que contar cuando todo se vuelve un poco complejo. Pero como ocurre con todo en la vida, también está la otra cara de la moneda. Y es que si una persona de estas características tiene que tomar una decisión desagradable, siempre tendrá miedo a perder su popularidad, aunque solo sea en parte. De ahí que traten de evitar dar su opinión porque, si lo hacen, corren el riesgo de perder el agrado de alguien.

Por ejemplo, tener que decir qué persona lo ha hecho bien y cuál no, el hecho de posicionarse sobre un tema de carácter social o tomar una decisión realmente crítica como despedir a alguien o participar en un conflicto siempre serán un gran problema para las personas que buscan ser queridos y aprobados por los demás, ya que no podrán mantener esa neutralidad que les hace ser tan complacientes y “bien vistos”. Lo curioso es que precisamente por su popularidad es por lo que suelen cargar con la responsabilidad de decidir en este tipo de dilemas, ya que los demás piensan que no hay nadie mejor para ello. O sea que al final, lo que ponen en marcha para defenderse de sus miedos y fragilidades es precisamente lo que se les vuelve en contra en virtud de su éxito. Son víctimas de sus propias trampas. 

Sería algo tal que así: “necesito sentirme querido y apreciado por todos, por ello soy servicial, estoy disponible y de acuerdo con el resto, aunque eso implique en algunos casos llevarme la contraria. Me prostituyo a nivel relacional: doy a los demás lo que quieren y demandan. Así, obtengo lo que necesito y los demás confían en mí, pero sin darme cuenta eso me lleva a situaciones en las que en algún momento tengo que elegir, en las que es imposible decir siempre que sí y esto me supone un problema, pues seguramente no todos estarán de acuerdo y me enfrento a mi propio miedo: el temor a perder el afecto, la admiración o la aprobación de algunas personas de mi alrededor”. Evidentemente, no es esto lo que pasa por la mente de una persona que tiene miedo a ser impopular y necesita sentirse querido por los demás, pero sí su patrón de funcionamiento.

Cuando se llega al límite

La necesidad de sentirse amado y apreciado por todos para sentirse valorado y en definitiva válido tiene un gran coste: la contradicción y la pérdida de uno mismo. En este juego maquiavélico solo hay dos opciones: los demás o uno mismo, aunque la realidad es que siempre se apuesta por la primera con el fin de evitar enfrentarse a la segunda. Se tiene tanto miedo a decepcionar a los demás, tanto temor a ser ignorado y rechazado que al final lo que uno mismo es es lo que menos importa. Lo que ocurre es que esta forma de actuar suele llevar a la persona al límite, es decir, a tener que decidir en algún momento algo impopular y a entrar en crisis. Y en ella a veces se optará por ser fiel a uno mismo o bien a elegir aquello que menor impacto provoque en su imagen y la percepción que tengan los demás. O sea que sí, es posible salir, pero también es posible seguir enganchado al miedo a no ser bien visto, valorado o apreciado, es decir, a ser impopular y seguir haciendo de todo para obtener lo que se necesita de los demás.

¿La solución? Lograr el equilibrio personal, ese en el que la relación con los demás, con uno mismo y con las reglas sociales se gestionen en igual medida, pues basta con que se desequilibre una de las aristas para que las otras se conviertan en disfuncionales y la persona quede atrapada en la necesidad de complacer y de confirmar continuamente su popularidad, comprobando que tiene la aprobación o el consenso de los demás. Para ello es conveniente revisar de vez en cuando si en las relaciones con los demás nos ponemos el último de la fila, además de reflexionar sobre para qué hacemos las cosas, qué pretendemos obtener con ciertos comportamientos y tener presente que somos válidos no porque los demás lo digan, sino por ser precisamente nosotros mismos y no otros o quienes quieran que seamos.