La espiral de mierda en la que estoy metida por ser adicta a una relación

Creo que le voy a llamar. Ya ha pasado más de un mes, seguro que ya ha rehecho su vida y podemos ser amigos. Solo quiero saber cómo está.

Creo que le voy a llamar. Ya ha pasado más de un mes, seguro que ya ha rehecho su vida y podemos ser amigos. Solo quiero saber cómo está. Si se habrá comprado al final esas zapatillas que tanto le gustaban, qué tal le fue aquella entrevista de trabajo a la que fue o a dónde ha decidido ir este año de vacaciones con sus amigos. Solo quiero saber que está bien. Imagínate que le ha pasado algo. ¿Si le pasara algo me llamaría? No, seguramente no. Es lo que ocurre cuando se deja una relación.

Creo que le voy a llamar. ¿Se acordará de mí? A lo mejor ya se ha olvidado. ¿Habrá llorado alguna vez desde que lo dejamos? Tal vez llorará un poquito cada noche, como yo, después de lavarse los dientes y antes de cerrar los ojos. ¿Habrá pensado en llamarme? Puede que busque mi contacto en el móvil, lo seleccione y justo antes de marcar, se quede anonadado mirando la pantalla e imaginándose la conversación, o quizá eso sólo me pasa a mí.

Creo que le voy a llamar. Porque ni la droga más dura deja un agujero tan grande como cuando se va de tu vida esa persona a la que durante tantos años llamabas primero cuando te pasaba algo digno de contar. Que si “he ido al banco”, que si “me ha dicho mi madre”, que si “he estado pensando”, que si ¿ahora a quién llamo? ¿ahora a quién le importa? ¿ahora a quién le importo?

Creo que le voy a llamar. Aunque solo sea para oír su voz durante dos segundos y colgar. O tal vez para recordar por qué juré no volver a llamarle nunca más. Entender por qué todo el mundo me dice que “era lo mejor”, que “ya era hora” y que lo nuestro “hace mucho tiempo que había dejado de tener sentido”. Pero solo unos pocos entienden el inmenso placer que puede llegar a darte el hecho de hacerte daño. Tal vez aquellos que se encienden un cigarrillo, que piden una copa más o que se compran otra barra de chocolate podrán cerrar los ojos y saborear lo que les está matando.

Creo que le voy a llamar. Y le diré que fui demasiado valiente al pensar que podía acostumbrarme a una vida en la que no estuviera. Que su ausencia me arde por dentro mientras sonrío por fuera. Que el fuego es lento y constante, a cada hora del día y de la noche aunque parezca que ando distraída y pizpireta viviendo mi vida, hay una parte de mí que se derrite como una vela.

Creo que le voy a llamar. Quedaremos a una hora en un lugar. Nos fundiremos en un largo abrazo que desembocará en un amargo llanto al darnos cuenta de que todavía está en carne viva la herida que se produjo cuando hace un mes decidimos arrancarnos el uno del otro y arrojarnos lejos. Entonces hablaremos, o no, discutiremos, o no, pero seguro que, como tantas otras veces, llegaremos a la conclusión de que era lo mejor. Así que nos marcharemos cada uno por su lado y el proceso de cicatrización tendrá que empezar de cero, como el del adicto que volvió a tropezar y a caer de bruces en su adicción.

Así que tal vez es mejor que no le llame. Que siga llorando en mi cama después de lavarme los dientes y antes de cerrar los ojos para despertar mañana a un día más sin él, pero a uno menos de esta miserable dependencia emocional que algún día no será más que un vago recuerdo de una llamada que nunca llegué a hacer.