La música en directo era lo único que me salvaba de la tristeza y ya no está

Podría tirarme horas enumerando mis estilos musicales ideales para cada momento o estado anímico pero en realidad nada está a la altura del directo

Mentiría si dijera que hay días en que no escucho nada de música, y no solo porque el mero hecho de encender la tele ya hace que te tragues algún anuncio con el hit de la semana pasada, sinó porque no puedo vivir sin tener algo sonando de fondo no me refiero a un vídeo de 10 horas de sonido del mar. Además, no me vale cualquier música, todo depende de la ocasión: si estoy trabajando en el ordenador tiro de alguna Lo-Fi Hip Hop Radio, cuyas relajadas melodías de ukelele y ritmos nostálgicos me hacen entrar en un perfecto trance automatizado. Si salgo a correr, tiro de alguna playlist de electrónica machacona, y si bajo a comprar el pan pues algún temita clásico de Tokyo Hotel para convertir el trayecto en un videoclip en el que los vecinos me miran  raro por tener tatuajes y la ceja rapada.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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Podría tirarme horas enumerando mis estilos musicales ideales para cada momento o estado anímico, pero prefiero profundizar en lo que siente mi coração cuando me pongo los auriculares. Soy músico y a pesar de que no he estudiado en un conservatorio creo que puedo definirme como tal. Los primeros capítulos de la temporada podríamos resumirlos en que monté una banda de metal con unos colegas del instituto y mis  padres me compraron mi primera batería porque habíamos echado a suertes quién tocaría cada instrumento. Y a partir de ahí pues carrera de fondo hacia el aprendizaje autodidacta, aliñado esto con muchos kilos de tutoriales de Youtube y guarnición de quejas de la vecina por ensayar con mi grupo en la hora de la siesta durante varios años. Creo que nunca he sido tan masoca y me he esforzado tanto ciegamente por algo como por la música.

Os hablo de ensayos sin tapones que me han dejado con un 9% de pérdida auditiva con 25 años, gastos en desplazamientos para  ir a tocar a salas donde no invitaban ni a un bocata a los músicos, o situaciones que acaban  en tu colega yéndose de la banda y tu primo Paco que sabe tocar un par de temas de Pignoise  mentiéndose de guitarra suplente porque te obliga tu madre. A día de hoy, y tras muchas anécdotas post-concierto que contar a mis nietos, sigo formando parte de proyectos musicales  que ojalá algún día pasen de ser un hobby a ser mi único trabajo. Y es que joder, hay algo en la música, en el sonido, en el hecho de cantar, gritar, o interpretar con un instrumento que para mí  no tienen otras artes por muy sentidas que puedan llegar a ser lo siento pero por mucho que ame  la fotografía nunca me tiraría una hora de pie haciendo cola bajo la lluvia para ver una expo en la Fundación MAPFRE de fotos de 10x15 viradas a sepia.

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Incluso si no has tocado un instrumento en tu vida o solo cantas en la ducha sabes de lo que hablo, porque cuando suena tu puto temazo favorito da igual que te pille perreando, viendo una serie o yendo a la playa en el coche de tu prima; la música remueve algo dentro de nosotras que para mí, personalmente, es único. Ir a ver a tus colegas que están empezando con su grupo y tocan en el bar de la esquina y comprarles una cami horrible que sabes que no te vas a poner quizá no es el tipo de sentimiento universal al que me refiero, pero también es algo especial que genera admiración, porque en el momento en el que empieza el concierto esas personas están interpretando su película, su movida, y el resto no importa.

Y no penséis que le estoy dando el monopolio de la euforia humana a la música, que aunque insista en su virtud extraordinaria también me gustan muchas otras cosas que no tienen que ver con el sistema auditivo o con romperme las cervicales en un festi. De hecho, creo que la cosa va un poco por la cuestión de “interpretar”, de generar algo en el momento de forma  que, aunque su proceso de creación y composición también sea destacable, su interpretación y  aparación en directo desde la nada logra una espectación especial. Sé que estoy increíblemente moñas con el tema pero si no tuviera sentido lo que digo supongo que solo iríamos a conciertos, teatros y espectáculos para pasar el rato como quien va a beberse una lata al Retiro que está muy bien también, no lo critico, y no por querer recibir ese algo que solo tienen los directos. Tampoco quiero romantizar en exceso a la figura del intérprete sin recordar que tras la mayoría de piezas musicales, teatrales, visuales etc. hay compositoras que generan esos contextos e  imaginarios para más tarde ser llevados a la vida por otras personas, así como equipos creativos,  estilistas, vestuario, técnicos de esto y de lo otro, mucha gente imprescindible, sin duda alguna. 

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Aún así, es innegable que la gente buscamos tótems, figuras que seguir, formas que imitar, y  siempre necesitaremos que haya música, pero también que haya artistas que la acerquen a  nosotras, y con quien podamos sentirnos identificadas más allá de gastarnos el sueldo en ir a festivales a quedarnos comatosas y a pagar con una pulsera con código de barras. De hecho, es ahora más que nunca en nuestras vidas cuando hemos notado esa gran falta, ese parón existencial que supone la vida sin eventos, sin conciertos, sin cultura en vivo, sin compartir una  emoción con gente que no conoces; y ojalá pronto recuperemos también la dimensión física que  todo ello conlleva, pues no hay nada que me guste más que meterme codazos con gente sudada  en un concierto de punk, pura delicatessen.