Enero de 2015. Barrio madrileño de la Latina. Una mujer ha bebido demasiado y se encuentra tan indispuesta que comienza a vomitar y decide volver a casa. Llama a un taxi y le proporciona su dirección, momento en el cual un desconocido se cuela en el mismo y, aprovechando el estado de embriaguez de la mujer, le acompaña a su casa, donde la agrede sexualmente después de que ella deje claro que no quiere tener relaciones. El dolor y la frustración se mezclan con la culpa, la vergüenza y el miedo. Así que no denuncia. Él se sale con la suya. La agresión no tiene consecuencias para el agresor. Pero seis años después se encuentran en una terraza del centro de Madrid.
Y ella ya ha superado esos sentimientos de culpa, vergüenza y miedo que la sociedad le había enseñado a tener desde pequeña. Sí, ha pasado mucho tiempo, pero el agresor sigue mereciendo pagar por lo que hizo, así que se levanta de la silla, señala al hombre y lo retiene hasta que la policía municipal aparece en el lugar. Lo tiene muy claro: es el hombre que había abusado sexualmente de ella seis años atrás. La mascarilla no es suficiente para despistarla. Él se pone de rodillas implorando a la policía que no haga caso a la víctima. Que dice tonterías. Que se está equivocando. Pero nada más lejos de la realidad. La duda en el ambiente es clara: ¿qué pensará la justicia de la denuncia?
Pues ya lo sabemos: la Audiencia de Madrid acaba de condenar al agresor a tres años de cárcel. Y no es solo una victoria para la víctima. No es solo una sentencia que hace justicia con ella. Es un punto de inflexión. Al fin y al cabo, ¿cuántas veces has escuchado el típico discurso machista ese de si no ha denunciado en tanto tiempo es por algo? Como si quedarse bloqueada en una situación así fuera un pecado. Como si no fuese lógico y totalmente comprensible que una persona se vea frenada por sus propias emociones dolorosas y confusas. Como si una mujer no tuviera el derecho a sentir un miedo y una vergüenza que el mundo se ha esforzado mucho en que sienta en situaciones así.
Pero ese discurso ya no será válido. Porque, según recoge la sentencia, “los jueces entienden que la culpa, la vergüenza y el miedo son unos sentimientos frecuentes en las víctimas de delitos sexuales que dejan una huella indeleble en quien los padece”. La cosa está cambiando. Poco a poco y con mucha lucha activista y social, pero está cambiando. “El tiempo transcurrido entre la fecha de los hechos y la identificación del acusado no descalifica la veracidad de las manifestaciones de la víctima”. Esa frase vale oro. Esa frase es un paso de gigantes. Una sentencia que puede llevar a muchas mujeres a buscar justicia mucho tiempo después. Se acabó tanta impunidad de los agresores.