Buena parte de las ciudades de Europa hacen lo imposible por alejar la inmigración y atraer el turismo que tanta riqueza trae consigo. Sin embargo, y según analiza el diario The Guardian en un extenso y profundo reportaje, Barcelona camina en dirección contraria: sus habitantes dicen 'sí' a la inmigración sostenible —que en 2018 ya representa el 18% de su población— y al asilo de refugiados mientras dicen 'no' a un turismo masivo que representa el 12% de su PIB pero que sienten que está desvirtuando la identidad de la ciudad.
Aunque ambos fenómenos, inmigración y turismo, no dejan de crecer, es este último el que los habitantes de Barcelona perciben como la gran amenaza. No en vano, las llamadas protestas turismofóbicas del pasado verano llevaron al ayuntamiento a tomar medidas para contener la expansión de los apartamentos turísticos tipo Airbnb o para dar ventaja a los comercios locales frente al poderío de las empresas dirigidas a turistas. El sentimiento de "Barcelona no está a la venta" y de "No seremos expulsados" pintó literalmente la ciudad.
Pero mientras el turismo masivo provoca una burbuja del alquiler, desplaza a los barceloneses de sus vecindarios y peta insosteniblemente el espacio público, la inmigración de africanos, latinoamericanos, chinos, paquistanís y europeos del este parece no desestabilizar la ciudad, según cuenta The Guardian en su reportaje. Trabajan, se integran y añaden diversidad cultural. De ahí que Barcelona no haya vivido una sola protesta antiinmigración. Todo lo contrario: Ada Colau ofreció la ciudad como refugio para según cuenta The Guardian en su reportaje. Es la Barcelona multicultural y abierta que dice basta al turismo enloquecido.