Volver al gimnasio después del Covid no es apto para hiponcondriacos

Aunque los gimnasios se hayan puesto las pilas para cumplir con las normas de higiene y seguridad, la realidad es que resulta muy difícil convertir un gimnasio en un lugar sin riesgos para el contagio

Si eres de lxs que les agobia pensar que se van a contagiar de coronavirus no pises un gimnasio, al menos no todavía. Ayer tuve la osadía de pisar uno de estos templos del sudor y los glúteos firmes después de echar a perder mi figura en los más de tres meses de pandemia que llevamos entre pecho y espalda. Y puedo decir que ha sido una de las experiencias más extrañas, agobiantes y absurdas que me ha tocado vivir en mis casi 36 años de vida. Y no lo digo para sabotear tus ganas de hacerte una operación bikini de última hora, lo digo porque entrenar en tiempos de coronavirus es lo más parecido a visitar un laboratorio clandestino de armas biológicas en alguna república bananera.

De fit a fat en una cuarentena

Pero empecemos por el principio: mi decadencia física en el confinamiento. Empecé toda esta movida de la pandemia global un poco lorzas pero mamadísimo. Pesaba 80 kilos pero ahí había masa muscular entre pierna, culo, pechamen y espalda para rato. Sí que es verdad que me sobraban 2 o 3 kilos y que tenía un poco de curvita de la felicidad pero estaba realmente fuerte y como era invierno me parecía genial. El problema llegó cuando nos encerraron en casa y se me cortó todo el rollo de la progresión. Los primeros 21 días no exagero si digo que el ejercicio más destacable de mi día a día era lavar los platos. Mi bajona era total y solamente pasear al perro tres veces al día me diferenciaba del resto de muebles de la casa.

La dejadez y sedentarismo del primer mes se comió parte de mis músculos pero no de mi grasa. Estaba fofo, débil y el teletrabajo en mi escritorio del Ikea, o directamente desde la cama, me había dejado la espalda hecha un cromo. Con los dolores de espalda la cosa se puso realmente fea y ya no podía ni estar más de 15 minutos en pie. Mi situación parecía tocar fondo hasta que, finalmente, un día decidí que al menos debería comenzar a estirar y retomar el ejercicio en plan casero. Poco a poco, los estiramientos hicieron mejorar el dolor de espalda y empecé a usar botellas de agua y paquetes de arroz de 2 kilos en bolsas de Mercadona para entrenar con cierto peso. Por suerte, además de las pesas caseras tenía una bicicleta de carretera montada en un torno y un banco de abdominales.

Al cabo de un mes entrenando con cierta constancia por fin podía salir al exterior a montar en bici y todo comenzó a mejorar. Pero el tema de conseguir muscular era imposible porque no tenía nada que pesara lo suficiente: llegué a probar hacer press banca con la cama y el sofá o a meter dos sacos de pienso del perro en una bolsa de viaje para llegar a 40 kilos, pero entrenar con eso era lesión asegurada. Además, perdí tanta tonificación que reapareció una vieja lesión en el hombro y llegué a luxarme dándome la vuelta en la cama. El caso es que tenía claro que tenía que volver al gimnasio me gustara o no. Por fin, un día llegó el mail que me informaba que mi gimnasio del centro de Barcelona volvía a abrir y los pasos para reservar plaza junto a no sé cuantas instrucciones de higiene y seguridad.

Más que un gym un laboratorio clandestino

Llegó el gran día y me planté en la puerta del gimnasio a las siete en punto de la tarde. Frente a mí otro chaval con una mascarilla de estas de las buenas espera con el móvil en la mano. Al poco sale un tío del gimnasio vestido más o menos como los del laboratorio de biquímica de Wuhan y nos pregunta si somos los de las 19h. Nos echa gel desinfectante en las manos, revisa que llevemos mascarilla y primera liada: “¿Llevas dos toallas?”. “¿Cómo?”, pensé flipando con la petición. Al parecer me había saltado la parte en la que explican que se tiene que llevar una toalla para el sudor y otra para colocar sobre las máquinas. Sin ganas de volver a casa o perder mi turno, salí corriendo al centro comercial de al lado y compré una toalla por 4 euros. Cinco minutos después por fin podía entrar al gimnasio y coger una pesa por primera vez en meses.

Lo primero que noté fue lo vacío que estaba y el fuerte olor a desinfectante que flotaba en el aire. Normalmente no soporto estos olores pero las ganas de entrenar eran demasiado fuertes. Una vez dejé mis cosas en la taquilla subí las escaleras y me di cuenta de que habían movido todas las máquinas para generar una distancia de seguridad entre ellas. Desparramados por la sala había otros como yo que se miraban con la misma mirada de incredulidad. A pesar de que teníamos casi todo el gym para unas 20 personas, uno no sabía bien qué hacer. Algunos llevaban máscara, otros iban sudados de arriba a abajo como aspersores de virus con patas y el resto íbamos sin máscara pero con el máximo cuidado dadas las circunstancias. De fondo el personal de limpieza, que parecía que iba a entrar a operar en un quirófano por la pantalla que llevaba, se dedicaba a ir colocando papel y desinfectante en varios puntos de la sala para que los usuarios limpiaran las máquinas después de cada uso.

Seguridad y desparrame a partes iguales

Y hasta aquí llegó el aspecto de que todo se estaba haciendo en unas condiciones de higiene y seguridad al gusto de la OMS. La realidad era que casi todos nos agolpábamos en la zona de pesas donde mantener la distancia seguridad era imposible. Nadie llevaba guantes y por mucho que llevaras dos toallas y limpiaras el banco de press banca, después de 20 minutos habías sobado no sé cuantos pesos, te habías tocado la cara 50 veces y se te había olvidado qué partes de la máquina habías ensuciado. El resultado es que se hacían filas para coger papel y desinfectante, acababas esnifando ese producto químico horrible cada vez que usabas el spray y lo peor de todo: sentías que todo ese esfuerzo no estaba valiendo para nada. No quiero ser agorero, pero si alguien en la sala hubiera tenido el virus hubiera bastado con que hubiese entrenado con las mancuernas para dejar el virus en las manos de todos que veníamos detrás. Sencillamente no puedes pasarte la hora escasa limpiando todo lo que tocas.

Luego viene el tema social. Evidentemente todxs tenemos colegas en el gimnasio y después de tanto tiempo sin vernos es imposible no saludarse y charlar un rato. Las personas, especialmente en España, no somos autómatas que van a un sitio a entrenar y ya. Cuando bajé a por mis cosas al vestuario eso parecía un club social. Tíos en calzoncillos contándose cómo se lo han montado para entrenar en la cuarentena, cómo se escaparon para quedar con su crush de Tinder o qué harán para lucir palmito en la playa. Es lo que hay, cuando metes tanta testosterona en 20 metros cuadrados todo puede pasar. Allí se juntaron los que no se habían ido a su hora y los que llegaban del turno siguiente, y la mayoría sin mascarilla y en un ambiente con menos ventilación que la cocina de un kebab del Raval un viernes noche. 

Mejor que nada pero crucemos los dedos

En fin, para concluir y no ponerme pesadito concluiré diciendo que me flipó volver a entrenar y que mi body lo necesitaba, pero también digo que la experiencia no es apta para hipocondriacos. La sensación de “madre mía, ojalá no haya rebrote porque esto es un desparrame” era continua y tener que estar oliendo el producto químico para limpiar en tus manos todo el tiempo era desesperante. Con la llegada del buen tiempo y si dejan usar las barras de ejercicios de los parque y la playa dan ganas de pasar del gimnasio y entrenar al aire libre, pero la verdad es que en dos días hace demasiado calor y que meterse la sección de fitness del Decathlon en casa no es plan. Así que aunque sea incómodo y medio ridículo me arriesgaré y entrenaré en mi gimnasio de siempre, pero ya podemos cruzar los dedos para que el bicho no vuelva a aparecer porque no estamos preparados ni de coña. 

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