Los Infiernos Ciudad de Vacaciones: este verano me quedo en el pueblo

No somos muy de parchís, así que cuando voy a ver a mi abuela nos pasamos la tarde en la cocina bebiendo Aquarius y hablando del tiempo, que le flipa

El viernes pasado sobre las 2 de la madrugada estaba frente a mi ordenador bebiéndome un vino blanco en mi taza de los Simpsons, terminando unos presupuestos y escaneando papeles para la renta, que todas sabemos lo que pasa si lo dejamos para el último día. Me estaba encabronando bastante con la situación, con mi imsonmio, y con estar lejos de mi familia. Yo vivo en Madrid, pero mis padres y la mayoría de mis colegas están en Murcia, y como supondréis, tuve que tomar la decisión antes de que comenzase el confinamiento de bajarme al pueblo o quedarme en la capital.

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Me estaba rayando tanto que decidí tomarme el vino de trago y empezar un directo de instagram, a ver si había alguien tan desubicado como yo a quien le apeteciese escuchar mis penas y escribirme comentarios de consuelo. Para mi sorpresa, varias colegas y conocidas se metieron al directo y comenzamos a despotricar sobre la situación que estamos viviendo los jóvenes, la soledad, la precariedad y lo difícil que se nos hace a algunos tener que anteponer el “éxito” profesional a pasar tiempo con nuestra familia, sobre todo cuando esta está en la otra punta de la península y encima ni tan mal, que otros están en Australia currando de monitores y tienen a los viejos en Teruel.

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Tras dos horas de directo, llegamos a la conclusión de que hemos elegido luchar por lo que se supone que nos hace felices, pero pagando un alto precio, que no es otro que ir al pueblo un par de veces al año, tirarte la mitad del tiempo con el portátil, y asumir que la próxima vez que bajes puede que tu abuela ya no esté. Y no creáis que me es fácil hablar de esto; mis padres tienen más de sesenta palos y el tiempo no perdona. Al día siguiente llamé a mi médico de cabecera que está en Murcia y le pedí que me expediese un certificado para poder viajar entre comunidades, alegando que por motivos médicos tengo que desplazarme al domicilio familiar —cosa que no es mentira porque tengo revisiones pendientes, que os veo ya lapidándome por irresponsable. Así que nada, maletita, metro, enseñar los papeles a la nacional en atocha, y de ahí a Murcia en un delicioso viaje de cuatros horas y media en mi tren Alvia favorito. 

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¿Habéis leído alguna vez mítico artículo de “Los diez nombres de pueblos más inquietantes de Europa”? Pues uno de ellos es el mío, “Los Infiernos”, un idílico rincón murciano de 32 habitantes rodeado de invernaderos y cuyo centro es un bar homónimo, así... para innovar un poco. Aunque os parezca surrealista, la idea de que alguien quiera pasar el verano en un horno rodeado de secarral a 42 grados, yo he decidido que es lo más justo para con mi familia, y probablemente, lo que más necesito ahora mismo. Después de pasar todo el confinamiento en el salón de mi piso de Madrid hablando con mi lavanda “Alba” e intentando no volverme loco, creo que lo que más bien me va a hacer es esto: volver al pueblo.

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Entiendo que aquellas personas que no hayáis nacido en un pueblo nunca entenderéis qué carajo le vemos de atractivo a pasar el verano en el único bar de la localidad hablando de política con tus amigos que parece que no han crecido desde los diecisiete años, y durmiendo en calzoncillos con el ventilador encendido toda la noche para no morir de un síncope. Y precisamente lo bonito es eso: la cotidianidad. No quiero saber nada de marcas, de campañas publicitarias, de convocatorias ni de becas; quiero pasar tiempo con mis seres queridos, discutir mientras tomamos café en vaso con hielo y besarles antes de irme a dormir sabiendo que van a seguir viendo la tele a escasos metros de mi habitación.

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Debo admitir que soy un puto rayado nivel 999 con todo lo que tenga que ver con el paso del tiempo y envejecer —soy de esos a quien le gustaría ser inmortal— pero también sé que algún día estiraré la pata y fin hasta que se demuestre que hay un más allá, o que me pueda reencarnar en una gaviota, así que mejor si dedico un par de meses a querer a quienes me quieren incondicionalmente durante todo el año. Y oye, que esto tampoco es un infierno, y aún menos a nivel creativo. Yo que soy artista visual tengo un nicho infinito de bizarradas aquí en el sur, no todo va a ser tierra seca y tractores; más de una vez he convencido a mis amigos o familiares para dejarse fotografiar y han salido cosas muy guays. 

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Mi abuela es de esas que no entiende todavía qué es internet, ni que los programas de nochevieja son en diferido. No somos muy de parchís, así que cuando voy a verla nos pasamos la tarde en la cocina bebiendo Aquarius y hablando del tiempo, que le flipa; cada vez que la llamo cuando estoy en Madrid no pasan ni dos minutos de llamada y ya está diciéndome que lleve cuidado el martes que va a llover, y que el miércoles no salga sin una rebequita por si refresca. Creo que estas cosas banales y pasar el tiempo junto a un familiar son pequeños tesoros que se graban en la mente y que harán que me sienta un poco menos solo cuando estas personas ya no estén.

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A día de hoy, me veo capaz de decir que me arrepiento de haber estudiado en otra ciudad y haber pasado los últimos cinco años de mi vida lejos de este infierno de calor y amor fraternal. Lo siento si alguna de las personas maravillosas que he conocido estos años siente dolor al leer esto, pero no se trata de que no las valore, y mucho menos de que no las quiera, sino que la familia y el hogar son lazos que tenía descuidados. A todas nos queda mucho que aprender de Dominic Toretto en la saga A Todo Gas, eso sí que es una familia modelo.

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