Por qué nunca denuncié a mi maltratador 

A veces no es fácil armarte de valor cuando aún estás a tiempo

Estuve saliendo durante tres años con un maltratador. Cuando empezamos yo tenía veintiuno, él treinta y siete. No es que la diferencia de edad fuese un factor decisivo en el abuso, pero definitivamente marcó la manera en la que establecimos nuestras dinámicas de pareja: él era un dios, un iluminado. Mi gurú. Mucho más sabio, experimentado y maduro que todos los chicos que había conocido hasta la fecha. Ya sé lo que estáis pensando, pero ¿Te pegaba? Sí, hubo agresiones físicas, pero quedaban constantemente ocultas por el sutil velo de la manipulación. Siempre había una razón que le exculpaba. Mucho más dura era la violencia psicológica. “No solo duelen los golpes”, como diría Pamela Palenciano. 

Después de muchas idas y venidas, después de intentar dejar varias veces la relación y sobre todo después de darme cuenta de que había algo ahí que olía seriamente a chamusquina, huí de su vida. No hay otra palabra que lo describa: huí como huyen las gacelas de un depredador. Cogí unas pocas cosas y me fui, porque no había otra opción. Tenía que elegir entre él, o el resto de mi vida. Entre sus promesas de paja o un camino oscuro del cual no sabía si iba a poder salir. Me moría de miedo. No porque pensase que él fuese a hacerme algo, que también, sino porque no sabía si mi vida tendría algún sentido sin tenerle a mi lado. Tal es el poder de la dependencia que se genera en las relaciones de abuso. Hasta ese punto calan las mentiras que te cuentan día a día, el desprecio, la humillación constante. 

Aunque mi caso fuese de libro, tuvieron que pasar meses antes de que lo llamase maltrato. Estaba en estado de negación ¿Yo, maltratada? No. Las mujeres maltratadas tienen moretones por el cuerpo y están casadas con alcohólicos. Son personas amargadas, que se retroalimentan con el sabor de su fracaso. Yo tenía una empresa e iba a la universidad. No me sentía identificada, ni pensaba que mi pareja cuadrase en esa definición. 

Por suerte, gracias a mi psicólogo y a mi propio trabajo personal, conseguí sacar la cabeza del agujero de justificaciones y darme cuenta de lo que había sufrido. Ya habían pasado unos cuantos meses desde que lo habíamos dejado y me sentía sola, desamparada y sin recursos. No estaba preparada para enfrentarme a contar mi experiencia frente a los tribunales, mucho menos tener que pasar por las dificultades de recabar pruebas. Me dolía pensar en el pasado. Me dolía pensar en lo que le había dejado hacerme. Lo único que tenía en mente era empezar una nueva vida que no le incluyese. 

De hecho, tuvieron que pasar cinco años más para que hablase públicamente de ello por primera vez. Utilicé Youtube. Y, contra todo pronóstico, no me sumí en la tristeza de recordar aquello por lo que había pasado, sino que me sentí fuerte. Poderosa. Gracias a esa declaración de intenciones sentí, por primera vez, que ya no era una víctima huyendo sino una superviviente enfrentándose al mayor de sus miedos. Fue entonces cuando llamé al 016 con la intención de denunciar, si es que aún podía. Lamentablemente, me informaron de que la violencia tiene fecha de caducidad. Ojalá lo hubiese sabido antes. Ojalá tú, que estás leyendo esto, recuerdes a partir de ahora que tienes de 3 a 5 años para armarte de valor. 

Aunque mi caso nunca vaya a ir a juicio, tengo una cruzada personal: seguir hablando del tema, seguir contando mi historia y sobre todo, seguir dando visibilidad a las mil y una formas que toma el maltrato, con la intención de ayudar a aquellos que estén pasando por una situación similar a la que yo sufrí. Para que cada vez seamos menos las personas que entendimos mal y tarde la realidad y las consecuencias de las relaciones de abuso.