Piensa en esa sensación. Esa de que tu estómago es un volcán en erupción, tu cabeza un cóctel molotov a punto de impactar contra su objetivo y tu lengua, una maloliente suela de alpargata. Eso que también se conoce como resaca, lo que tú tienes cada fin de semana mientras que yo me siento fresca como una rosa y deseosa de comerme el mundo. Nos diferencia que a ti te encanta salir de fiesta y a mí no, así que lo dejo para ocasiones especiales en las que me lo paso bien pero, cuando digo que "no vuelvo a beber", yo lo cumplo. Y tan feliz.
Si tienes menos de 30 años parece que tengas que ir por la vida pidiendo perdón porque no quieras salir de fiesta. Te llaman abuelo, aburrido, aguafiestas, ponen en duda tu implicación en la amistad, te echan en cara los viejos tiempos y cuestionan que seas realmente un nativo de este planeta. Simplemente porque después de cenar y tomarte un par de copas que ya has aceptado por obligación no te apetece meterte en una discoteca hasta las 6 de la mañana e hipotecar todo el día siguiente.
Porque ir a una discoteca implica pagar los por lo menos 20 euros de la entrada después de que un perdonavidas haya aceptado tu vestimenta y, especialmente, tu calzado ¿? y te considere digno de entrar en un local repleto de cuerpos sudorosos y etilizados o lo que sea moviéndose al ritmo de canciones sexistas. Que sí, que todos decís que "yo no hago caso a las letras, a mí solo me gusta el reggaeton para bailar", pero luego os extrañáis que uno de cada cuatro adolescentes vea 'normal' la violencia machista en la pareja. No, seguro que esas canciones misóginas no han tenido absolutamente nada que ver en eso. Pero bueno, aunque haya cualquier tipo de música, ¿y si a mí no me gusta bailar? o ¿y si me gusta pero prefiero hacerlo de día y estando en plenas facultades?
Aunque la actividad principal de las noches de fiesta para muchos es ligar, conocer gente con fines sexuales o simplemente dejarse querer y admirar sin, por supuesto, tocar. Ahora saldrán los indignados del 'pues yo salgo de fiesta para pasármelo bien con mis amigos' que habrán interpretado la frase anterior como una generalización, pero cuando se calmen, deberían reconocer que es la actividad por excelencia. Ya sea echar un polvete de esos de los que ni te acuerdas, conocer a la madre de tus hijos, volver a liarte con ese colega del grupo que antes del tercer Ron-Cola juraste que te era indiferente, o poder pavonear al día siguiente de cuántos moscones tuviste revoloteándote durante toda la noche.
Pero tal vez a mí tampoco me apetezca salir de fiesta para eso. Porque ando felizmente emparejada o porque me gustaría tener otra historia que contarles a mis hijos sobre cómo se conocieron mamá y papá o mamá y mamá o papá y papá más allá de "pues iba borracha como una cuba y fue lo primero que pillé". O sin apelar a ideas tóxicas de amor romántico, tal vez prefiera estar lúcido y poder ver si tengo algo más en común con una persona que el hecho de coincidir en un momento y un lugar, que un perdonavidas nos haya dejado entrar a ambos en el mismo local y que hayamos intercambiado cuatro gritos al oído por encima del hit de reggaeton de turno.
Total, que para que te guste salir de fiesta tienes que estar cómodo con todo lo descrito anteriormente y, si no es el caso, quedas automáticamente excluido de la definición de la palabra 'joven' o 'divertido' o cool o en la onda. Así que, o claudicas, y sales aunque no te apetezca y aceptas ser el amigo columna, o tienes que ir dando explicaciones y justificarte hasta que, por fin, tus amigos te acepten como eres, o como has decidido empezar a ser después de una sobredosis de juergas. Mientras tanto te dedicarás a combatir la dictadura del salir de fiesta, pondrás fotos en Instagram el domingo por la mañana de tu elaborado desayuno y contarás orgulloso en stories lo mucho que has aprovechado el día en la montaña. Todo para que tus amigos lo vean cuando se despierten, bien entrada la tarde, con aquello del volcán en la tripa y mintiéndose, una vez más, que no volverán a beber.