Expuse mis dibujos en unas papeleras de ARCO y casi los vendo a 1.500 euros

Los "artistas no invitados" se convierten en una realidad en ARCO: gente joven y con talento que no consigue colocar su obra en una galería

Hoy va a ser un viernes diferente. En vez de irme a casa a ponerme capítulos repetidos de Aquí no hay quien viva, pasaré la tarde en ARCO, la feria de arte contemporáneo. Suelo ir todos los años en calidad de visitante, pero esta vez será diferente. Asistiré como artista “no invitada”, es decir, dejaré mis dibujos para que la gente crea que son obras de alguna galería. Son las 16:58 y mis compañeros de curro ya se han marchado. Estoy sola, así que aprovecho para imprimir tres de mis ilustraciones. Me he decantado por las más sencillas y directas: “Me das ansiedad”, “Soy un fracaso” y “Todo saldrá mal”. El bolso que llevo es demasiado pequeño, así que no me queda más remedio que doblar los tres folios que todavía están calientes.  

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Cojo el metro. Casi una hora y una balada en directo más tarde, llego a mi destino: Feria Madrid. No recuerdo muy bien qué camino debo tomar, así que me limito a seguir a la muchedumbre con mascarillas. Son las 18:36 y por fin he entrado a ARCO. Tengo menos de dos horas para ver las obras de 174 galerías y para hacerme pasar por artista. Voy avanzando por los cubículos. Están repletos de obras de arte, pero también de gente con gafas extravagantes que beben champagne. Me topo con una escultura de extensiones de pelo rubias. No hay ningún cartel que informe de su significado, así que voy a dejarme llevar. Lo primero que se me viene a la mente es Ali Express y Carmen Lomana. Más tarde, descubro por casualidad que es una obra de la artista Nora Aurrekoetxea y que su intención es mostrar el pelo como una materia de desecho que se transforma. Cuesta 5.500€.

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Esto me sirve un poco de guía para saber cuánto pedir por mis dibujos. El papel cuesta mucho menos que las extensiones de pelo y más cuando lo has impreso gratis en tu trabajo. Creo que los pondría a la venta por 1.500€ cada uno. Sigo avanzando y me detengo ante un cuadro que me llama la atención. Es una lámina de Ross, el de Friends, que está colocada sobre otra en la que aparece un mensaje que dice ‘Ok, boomer’. La artista se llama Gala Knörr y sus obras retratan los iconos de los noventa y los memes de Internet. Esto sí que lo entiendo. 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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Me está empezando a dar un poco de vergüenza tener que sacar mis dibujos y exponerlos. Hay obras con mucho nivel, pero también otras que no sé si pertenecen a alguna galería o al servicio de limpieza de Ifema. No sé si seré capaz de hacerme pasar por artista. ¿Me creerá la gente? ¿Mis tres folios de papel arrugados son dignos de estar expuestos en este evento del arte mundial? ¿Alguien se ofrecerá a pagar 1.500 euros por alguna de mis ilustraciones mal impresas? Sigo caminando. Llego a una galería que me llama la atención. Se llama Copperfield y tiene una televisión con una imagen de una chimenea como la de Netflix luego me explicaron que las llamas tienen más que ver con un tema de memoria histórica porque esa madera, literalmente, es de una de las casas de Franco en las afueras de Madrid. Lo primero que pienso al ver el nombre es en el famoso mago y, luego, en los magos-cómicos como Luis Piedrahíta y Jandro. Me entra un poco la risa, pero me lo tomo como una señal. En esa zona es en la que debo hacer mi performance.

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Saco los dibujos del bolso mirando a los lados como si llevase un arma o, peor aún, un frasco lleno de Coronavirus. Plancho un poco los folios con las manos y los coloco sobre las papeleras. Creo que ha quedado bastante bien y, sobre todo, creíble. Me siento en un banco cercano para observar el comportamiento de la gente. Solo han pasado un par de minutos y mi exposición ya tiene su primer visitante. Se trata de una mujer de unos sesenta años con un sombrero morado bastante llamativo. Tras unos segundos observando, decide sacar el móvil y sacarle una foto al mismo tiempo que esboza una sonrisa. Me acerco para preguntarle qué le parece. “Me hace gracia porque me recuerda a unos dibujos que pinta mi nieto en el colegio. Creo que la artista quiere expresar su enfado con la sociedad”, me explica. Le saco el tema de la pasta, pero parece que no está interesada en adquirir ninguna de mis obras. Me agradece la atención y se marcha mirando el móvil. Seguramente esté enviando la foto al grupo de Whatsapp de su familia.

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De repente, entre la multitud, veo una melena rubia rodeada de un par de personas muy bien vestidas. Es Marta Sánchez. Me pongo nerviosa. ¿Se detendrá ante mis obras? Ya ha acabado de ver los cuadros de la galería que está en frente de las papeleras. El corazón me va a mil. Se dirige hacia mis folios mal impresos, pero pasa de largo. Tendría que haber puesto alguna de rojo y amarillo para que se hubiese fijado. Otra vez será. 

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Un chico con un cartel pegado en la espalda se detiene ante las papeleras. Y no. Nadie le ha hecho la broma de ponerle un papel sin que se diera cuenta. Lo ha hecho él mismo. Me cuenta que ha venido a ARCO igual que yo, como artista “no invitado”. El cartel que lleva es como los que se suelen colocar al lado de los cuadros para explicar su significado. “Antón Zaera Vázquez. Galicia, España, 1996”. Este es el título de la obra que es él mismo. Su objetivo con toda esta performance es acceder a un circuito de arte al que no podría por sus propios medios. Hasta ahora, no ha conseguido fichar por ninguna galería, pero sí alguna que otra entrevista en varios medios. Le gustan mi dibujos y que haya escogido la basura para colocarlos. 

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Son las 19:45h. Los asistentes van acelerando el paso. Quedan unos minutos para que la feria eche el cierre. Estoy satisfecha con la aceptación que han tenido mis dibujos. Se ha parado bastante gente y la mayoría han expresado algún tipo de emoción. Decido dejar mis obras sobre las papeleras. Mientras me alejo en dirección a la salida del recinto, escucho un cristal hacerse añicos. Me giro y veo a un par de chicas con un carrito como los de perritos calientes, pero lleno de minibotellas de champagne junto a mis dibujos. Una de ellas pone cara de desesperación, como si esa no fuera la única botella que ha roto esa tarde. Recogen los cristales y los echan en la papelera del vidrio. Después, se fijan en los dibujos. Los miran durante unos segundos y, finalmente, deciden tirarlos a la papelera de color azul.