Aún me acuerdo de aquel novio que me dejó en pleno diciembre. Se largó de mi vida sin dejar rastro la noche del veintiuno, y lo único que me dejó fue un complejo trabajo de investigación que llevé a cabo como stalker durante los siguientes meses para analizar, a través de sus redes sociales, el motivo de su desaparición.
Consejo número uno: ojo, porque la mayoría de las veces la curiosidad mata al gato.
El caso es que esta incesante búsqueda nunca me trajo nada bueno, salvo un desafortunado tuit de su timeline que me dejó claro que todo había terminado, junto con una suma de canciones tristes que creé en una terrible lista de Spotify con música que abogaba al suicidio y que para lo único que me ayudó fue para empotrarme salvajemente hacia el muro de la miseria. Cabe destacar que no es lo mismo que te dejen en Navidad que que lo hagan en cualquier otra época del año. La Navidad es al amor lo que la Nutella al pan tostado: terrible pero necesaria.
Consejo número dos: durante los primeros meses, nunca escuches música triste. Es mejor una canción a tiempo de Justin Bieber que tres de Pablo Alborán matándote por dentro.
Por aquel entonces, y como la mayoría de las personas que se enfrentan a una ruptura, solía pensar cosas absurdas como "por qué a mí", "qué he hecho yo para merecer esto", "nunca encontraré a nadie que me quiera así de estupidilla como soy" y otras gilipolleces que merman la autoestima de una oruga. Si algo he aprendido de todas mis rupturas es que no hay peor enemigo que la cabeza de uno mismo. Y creedme que cuando se trata de autoflagelarse con los látigos de la tortura, ni Ramsay Bolton en Juego de Tronos estaría a la altura.
Consejo número tres: si la vida te da palos, joder, cógelos, ¡palos gratis!
Así que, cansada de victimizarme todo el tiempo por lo despiadada que estaba siendo la vida conmigo -inserta aquí la bofetada que te haga espabilar para recordarte que que te dejen no es lo peor que puede pasarte-, decidí hacer algo que me alejara de esas heridas mortales. Primeramente, dejé de llorar por todas las esquinas mientras comía napolitanas rellenas y, en segundo lugar, me apunté al gimnasio para canalizar toda mi rabia en un déficit de calorías. Sería una chica soltera y quizás una chica soltera un poco triste, pero sería la chica soltera y triste con más masa muscular de la historia.
Consejo número cuatro: no hay furia que no pueda quemar una clase de entrenamiento funcional.
Pero lamentablemente eso no fue suficiente. Había mejorado, sí, pero pasadas algunas semanas y superada ya la época de villancicos navideños, seguía teniendo altibajos. Así que como de vez en cuando todavía venían a mi cabeza pensamientos destructivos -y esta vez canalizados en torno a su persona con frases célebres que se me metían el cerebro tipo "nunca encontraré a nadie como él", decidí que había llegado el momento de hacer algo.
Consejo número cinco: si no puedes con el enemigo, únete a él.
Ya no iba a meterme más en su Facebook. Ni en su Twitter. Tampoco iba a alimentar las películas mentales que me estaba montando. Había algo mucho mejor y más divertido: autorizar a mi subconsciente para empezar a cagarme en él muy fuerte. Y funcionó. Cogí un papel en blanco, un bolígrafo y apunté, apunté, apunté hasta que ya no tuve nada por lo que quejarme.
Al principio fueron cositas sin importancia, como ese pelo de mierda que tenía tan estropajoso por tantas dosis de secador diario o el perfume de Dandy, que más que a perfume olía a mata-ratas. Luego ya me metí más de lleno y me lancé a la aventura de las cosas más sustanciales, como las de no tener que seguir justificando que el sexo era más bien mediocre o el hecho de que se autoproclamara un ser sensible solo porque escuchaba a Alejandro Sanz en su coche. ¿Acaso no debía estar agradecida de que el destino hubiera decidido alejarme de semejante ser?
Consejo número seis: uno tiene demasiadas cosas malas como para quedarse solo con las cosas buenas.
Y así fue como di con la clave: una palabra suya no bastaría para sanarme, pero una palabra mía sería suficiente para el desastre. Aprendí también que Jorge Bucay no tiene la verdad absoluta y que los cuentos de ayuda son pura mierda comparados a las verdades que uno puede contarse. Por lo tanto, si estás en una de estas temporadas, cabeza arriba y orgullo alto. Lo superarás.