Viví en un árbol durante más de dos años para evitar que lo talaran

El 97% de las secuoyas habían sido taladas. Cuando Julia Hill se enteró de que iban a talar más, decidió no permitirlo: ecaló a las ramas hasta la copa y creó un refugio con la promesa de no bajar hasta que protegieran la zona

“Creo que a quien quiera talar un árbol de estos debería ordenársele vivir en él durante dos años”, dijo Julia Hill, también conocida como Julia "Butterfly" Hill, cuando la televisión la entrevistó por su hazaña: vivir durante 738 días en una secuoya, unos árboles monumentales endémicos de California que miden hasta 75 metros de altura y nueve de diámetro, para evitar que la talaran.

“Tenía que proteger a Luna [el mote que le puso al árbol que la acogió], y a todos los que la rodeaban. Cuando llegué a California por primera vez y vi una secuoya me quedé muy conmovida e impactada por lo bellos y sagrados que parecen. Para cuando empecé mi activismo, descubrí que el 97% de los bosques de estas secuoyas milenarias ya se había destruido”, así que cuando se enteró de que iban a talar más árboles, decidió escalar uno y no moverse. Era 1997, tenía solo 23 años e iba a conseguir un récord: el tree sitting las protestas que consisten en ocupar árboles más largo de la historia.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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Por supuesto, no fue nada fácil. Para empezar, la escalada. “Estás atada a una soga, usas tus manos y pies para lentamente ir subiendo al árbol. A unos 25 metros de altura, cometí el error de mirar hacia abajo. Entré en pánico y me paralicé. Cuando abrí lo ojos otra vez, mantuve la vista fija en Luna a medida que subía”. Una vez en las ramas, estableció su pequeña base: una plataforma de dos metros por uno y medio. Vamos, estuvo atrapada durante meses en un espacio “tan grande” como una cama, hasta que en el segundo año hizo una segunda plataforma para estirar las piernas y tener más espacio.

Al poco espacio se sumaban unas condiciones terribles. “Había mucha humedad y frío. Aun con la lona de plástico que me servía de techo y paredes, hasta la niebla penetraba y la lluvia encontraba pequeños agujeros por donde gotear desde las ramas a la plataforma. Después de las tormentas recolectaba ramas y las tejía con los trozos de lona destrozados y mi techo se convirtió en algo parecido a un cesto de ramas, plástico y cinta adhesiva”, contaba a la prensa a través de un teléfono que funcionaba con energía solar y que le servía para hacer entrevistas con medios que se hicieran eco de su lucha.

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Por si no tuviera poco con las condiciones extremas, el primer año allí arriba llegó el peor invierno registrado en la historia de Estados Unidos. “Tuvo que soportar tormentas con vientos de hasta 150 kilómetros por hora, lluvia congelada, granizo y finalmente nieve que destruyeron su refugio, con lo que quedó completamente expuesta a la intemperie”, recuerda la BBC. “Fue un desafío en todos los aspectos. Mi deseo de sentir calor y secarme, el miedo a morir. Fui llevada al borde de todos los posibles temores que tenía. Y fue a través de esa experiencia que evolucioné como un ser humano”, asegura. A través de algo tan extremo, entendió la banalidad de todo lo que tenemos en la sociedad y entendió lo que es realmente importante: la naturaleza, la vida, la supervivencia con lo mínimo.

Si logró sobrevivir, más allá de la fuerza de voluntad, fue porque tenía redes de apoyo que le traían comida con un sistema de poleas. Obviamente, la empresa de madera que quería talar el árbol fue ahí donde atacó primero: “Intentaron varias formas de forzarme a bajar: desde cortar mis suministros y alimentos a dejarme con hambre”. Incluso “hicieron sonar bocinas a alto volumen durante toda la noche y el día, durante muchos días, para que no pudiera dormir y me desesperara”.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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Por supuesto, fue desesperante: “hubo momentos en los que dije 'no aguanto más'. Momentos en los que me enrosqué en la posición fetal a llorar, 'no puedo más, ni un minuto más'. Pero siempre sucedía algo que me devolvía el aliento, ya fuera una respuesta de la naturaleza, o alguien llegando inesperadamente con algún tipo de obsequio, o un oso que pasaba por el bosque comiendo bayas —es increíble ver un animal así de grande—. Hubo pequeños incidentes como esos, en momentos en que ya no podía más algo ocurría que me decía puedes aguantar. Un respiro más, un momento más”. A pesar de todo el sufrimiento, se quedó con eso: la conexión con la naturaleza que desarrolló. Vio cosas preciosas, la naturaleza en su estado más salvaje, “fue como un flechazo constante”.

Al final, lograron un acuerdo con la empresa de madera que, a cambio de 50.000 dólares, protegerían el bosque. Tras asegurar la supervivencia de las secuoyas, Julia bajó del árbol. “Fue una sensación extraordinaria cuando toqué tierra por primera vez. La gente pensó que había caído al suelo porque mis músculos no eran lo suficientemente fuertes. Pero, en realidad, caí al suelo porque las emociones eran tan profundas que no me podía mantener en pie”. Desde entonces, ha continuado con su activismo, llegando a ser detenida y deportada de países por su incansable lucha contra organizaciones que atentan al medio ambiente con total impunidad.

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