Un elefante camina casi 50 kilómetros al día. Un oso se está moviendo 18 de las 24 horas del día explorando lugares recónditos. Un león o un tigre corren y trepan árboles sin descanso. Todos ellos pasan la vida constantemente de un lugar a otro. Se relacionan en movimiento, con sus manadas, con sus crías. Salvo que, oh destino, la criatura haya tenido la mala suerte de ser encerrada en una caja con barrotes en la que nacerá, crecerá y se moverá lo que le dejen. Sin privacidad. Expuestos a los flashes, los ruidos y las manos largas de quienes no han tenido nada mejor que hacer que pagar una entrada por visitar centros de tortura.

Porque eso es lo que los zoos son: centros de tortura para animales. Una animalada, si así lo quieres, para el bienestar de los bichos que pasarán su mísera existencia en un rincón tan hostil. Una especie de Guantánamo para animales. Porque no, los animales no son felices en un zoo. Ese argumento es una de las mayores patrañas nunca oídas. Los monos y los pájaros se autolesionan. A estos se le recortan las alas para que se estén quietecitos y no puedan volar. Los leones y los tigres se pasan la vida meciéndose hacia delante y hacia atrás en un intento inútil de ganar espacio, de estirar las piernas. Y las jirafas encerradas acaban doblando el cuello, un comportamiento que nunca se ve cuando están en su entorno natural.
A menudo quienes visitan los zoos empujan a quien tengan al lado con tal de ver a esa cría de panda tan rechoncha, al bebé koala que con tanto ahínco se agarra a su madre o a la jirafa recién nacida que está aprendiendo a mantenerse erguida. Sin embargo, cuando todos ellos crecen, al público entregado ya no le parecen tan dignos de atención, así que muchos zoos se deshacen como pueden de los animales adultos e incentivan la procreación de nuevos retoños que les garanticen más visitantes y por ende, más dinero, según denuncia la asociación Personas por el Trato Ético De Los Animales PETA, son las siglas en inglés.

Y luego está la sandez esa de que los zoos existen para mantener con vida a animales que están en peligro de extinción. Bueno, pues no. La mayoría de los animales enclaustrados y atormentados que uno ve tras los barrotes de los zoológicos no están en peligro de extinción. Viven, y muy a gusto, en las sabanas africanas o estepas siberianas. Los pocos, además, que sí pueden estar en peligro de extinción no son nunca liberados. Es decir, un animal en peligro de extinción se cría en cautividad supuestamente con el fin de, en algún momento, ser devuelto a su origen. Esto no ocurre en los zoos. Los zoos son, de hecho, lo contrario de este planteamiento. El animal nacerá, será expuesto y luego defenestrado. Y nadie se preocupará por mantener el hábitat de origen de la especie.

Las especies menos populares serán además relegadas. En un zoo habrá tigres y leones pero aves o reptiles menos conocidos nunca aparecerán. El concepto de diversidad que adquirirán los visitantes distará mucho de la diversidad real. Quien acude a un zoo aprenderá poco o nada sobre los animales. De hecho, creerá que es adecuado mantenerlos en una caja, mostrarlos a turistas o manadas de adolescentes hormonados como si de una feria se tratara. ¿Alguien cree que se aprende mucho sobre el hábitat de los animales en los apenas tres minutos que uno pasa delante de un ejemplar encerrado?
No vivimos en los años 80. Quien no pueda viajar, puede ver documentales, consultar vídeos de YouTube, incluso viajar a través de realidad virtual y ver animales. Es anacrónico y cateto tenerlos encerrados. ¿Para ver cómo visten los indígenas australianos o los monjes tibetanos también tenemos que coger un ejemplar y meterlo en caja? No, ¿verdad? Pues eso.