Mi relación con el sol siempre ha sido de profundo cariño pero escaso respeto, uno de esos amores a los que te enganchas sin fecha de caducidad y con los que no utilizas precaución. Pensar en no poder tumbarme de nuevo como un lagarto en la playa o cambiar mis soñadas vacaciones en Tailandia por fríos destinos como Groenlandia no es nada alentador para alguien que ama el sol. Yo amaba las mañanas en una terraza con el sol bañándose en mi café, los días de playa, palas y baño; los parques acuáticos y la arena de un partido de voley como se ama la Nutella.
Las noticias cuando llegan a tu vida lo hacen siempre de manera inesperada, por eso son noticias. La mía llegó un día cualquiera de un mes cualquiera en el que de forma totalmente fortuita fui a hacerme un chequeo al dermatólogo. Para mi no fue "un dermatólogo". Fue un señor cruel, con poco tacto y menos "gracia" de la que debiera tener una persona que tiene la delicada misión de informar de este inesperado acontencimiento. Las palabras y las formas que se emplean en la transmisión de algo así ejercen una fuerza sobrehumana cuando se trata de una enfermedad de la que poco o nada sabía. Y no sé en la sanidad pública, pero en la privada la asignatura del 'tacto' se ve que no la enseñan.

Después de pedir una segunda opinión para poner sobre la balanza el juicio de otro experto, me puse en manos del Instituto Valenciano de Oncología. El jefe de dermatología, tras una biopsia que a las dos semanas confirmó que se trataba de un Carcinoma Basocelular, uno de los cánceres más frecuentes en el ser humano me explicó que su aparición está directamente relacionada con la exposición solar; esa de la que había abusado durante mis 32 chamuscados veranos. Porque no es que hubiera tomado el sol, es que he hecho verdaderas barbaridades para conseguir el tan ansiado y absurdo moreno.
A partir de ese momento empecé un tratamiento de seis meses que consistía en aplicar una pomada en todas las quemaduras que tenía, que hervía y escocía para recordarme que eso es lo que ha sentido mi piel durante todos estos años. Un ritual que tuve que incluir para curarme que me ayudó también a sanar por dentro.

La primera lección que aprendí es que hay que aceptarse a uno mismo. No puedo atentar contra mi propia salud a costa de un color de piel que me cuesta un cáncer. Hay que echar el freno porque todo lo que hacemos tiene consecuencias y no las va a pagar otro, las vas a pagar tú y muy caras. Tanto si tienes una piel delicada y altamente fotosensible como si eres Beyoncé, corres el mismo riesgo de contraerlo, no pienses que la tez morena te exime.
Grábatelo a fuego porque, cuando llega, te cambia la forma de ver la vida. Y es una putada, de esas que joden aunque no derrumban. No tiran abajo todo lo maravilloso que sigue habiendo en el verano pero no te deja disfrutarlo con la misma libertad. Ahora la playa o la piscina son viejas amigas que puedo visitar de vez en cuando y preferiblemente para ver la puesta de sol.

La segunda lección y más importante es que hay que medir la intensidad con la que tomamos el sol. Somos vulnerables a sus efectos y no estamos suficientemente convencidos de lo necesario que es un buen cuidado de la piel y una protección diaria y de calidad. Nuestra piel es lo que protege nuestro cuerpo contra todos los factores externos, y no la tenemos en cuenta en la medida que se merece. Me gustaría poder estar leyendo esto para concienciarme de la gravedad de esta silenciosa enfermedad, pero por desgracia estoy escribiendo sobre la realidad del caso de una chica cualquiera a la que un día cualquiera le dieron una mala noticia que no supo evitar a tiempo.
Consejo: La vida es muy bonita como para vivirla con limitaciones.