Dicen que hay un clic. Que cuando estamos comiendo y ya no necesitamos más comida, el cuerpo nos manda una señal para que paremos. Sin embargo, muchos ni la escuchamos o, si la oímos, la ignoramos, porque, más que para llenar el cuerpo, comemos para llenar el alma y tapar agujeros emocionales. Pero ese exceso de materia se lo queda el cuerpo. Entonces llega el sentimiento de culpa, las dietas, el efecto rebote, más dietas y así todo un círculo vicioso que la alimentación consciente asegura romper.
Conocida también como mindful eating, consiste en “comer dándonos cuenta de lo que percibe nuestra vista, olfato, tacto, gusto… centrando la atención en la experiencia”. Así la define Mireia Hurtado, experta en esta forma poco usual de relacionarnos con la comida. Porque la alimentación consciente no es una dieta. De hecho, es más bien una alternativa a ella. Y tampoco busca específicamente perder peso, sino enseñarnos a comer con la cabeza y no con el estómago; a ser conscientes de las sensaciones físicas, pero también de las emociones y los pensamientos relacionados con la comida; a disfrutar sin sentirnos culpables y, en definitiva, a cuidarnos de la mejor manera.

“Muchas veces comemos con el piloto automático, sin preguntarnos si realmente tenemos hambre o no. También comemos en respuesta a emociones. Comemos porque estamos enfadados, porque estamos solos, porque estamos aburridos”, reflexiona la experta, que añade: “La alimentación consciente nos ayuda a parar ese piloto automático y nos enseña a regular la ingesta en base a las señales internas del cuerpo, lo que conlleva que disfrutemos de la comida sin sentirnos culpables”.
Esa es la definición y la declaración de intenciones de la alimentación consciente pero, ¿en qué hábitos o prácticas se materializa? Ante el bombardeo constante de ‘dietas milagro’ que prometen resultados tan asombrosos como inverosímiles, el mindful eating se erige como un sistema para “darnos cuenta de qué hábitos sirven para cuidarnos y cuáles no”, afirma Hurtado, explicando que “la consciencia es, precisamente, lo contrario del hábito automatizado, de ese piloto automático que nos lleva a comer más de la cuenta o a hacerlo cuando, en realidad, no tenemos hambre”.

Pero la pregunta sigue siendo ‘cómo’. La alimentación consciente se relaciona con el mindfulness, la práctica que consiste en atender de manera plena al momento presente sin juzgarlo. Una manera de llamar a la meditación que las culturas orientales practican desde hace más de 2.500 años. Por eso, se apoya en sus preceptos y defiende la organización de un espacio concreto para llevar a cabo la acción de comer. mindfulness, coach y formadora en mindful eating, dibuja el escenario: “Conviene elegir el momento y el sitio adecuados para centrarte en el acto de comer, alejándonos de otros estímulos como la televisión o el móvil. Además, antes de comenzar, debemos preguntarnos si realmente tenemos hambre, si notamos necesidad física o si solo tenemos ‘ganas de comer’ o, dicho de otra manera, hambre emocional”.
Así comenzamos a escucharnos a nosotros mismos. “Si la necesidad es realmente física, debemos saborear la comida como si fuera la primera vez que degustamos ese alimento, y está bien dejar los cubiertos en el plato entre bocado y bocado. Y, por supuesto, hay que dejar de comer cuando estemos saciados, cuando lleguemos a ese punto en el que podríamos seguir comiendo pero, físicamente, ya tenemos suficiente”, repasa.
“La alimentación consciente no es una dieta, porque justamente lo que promueve es que cada persona tiene la sabiduría interna para saber qué comer y cuánto comer”, afirma Mireia Hurtado, que tiene formación como nutricionista y, tras años viendo los pobres resultados de las clásicas dietas hipocalóricas, decidió buscar respuestas más allá. Lo que encontró supone un cambio en la relación con la comida y cuyo fin último no es reconciliarnos con la báscula –que también–, sino que atendamos de la mejor manera a nuestras necesidades físicas en combinación con las emocionales.

De esta forma, centrándonos en lo que estamos haciendo, conectando con nuestro cuerpo y emociones y siguiendo otras prácticas sencillas, como la de utilizar platos pequeños –para tener la sensación de que comemos una cantidad mayor de la que en realidad ingerimos–, lograremos aportar al ejercicio de comer la importancia que en realidad tiene. Evitaremos los abusos y las obsesiones, porque toda prohibición genera deseo, y todo objetivo no alcanzado genera frustración. También lograremos, según Mireia Hurtado, “descubrir qué necesidades reales hay detrás de nuestra relación con la alimentación, nos conoceremos mejor y dejaremos de sufrir continuamente por cuánto y qué comemos”. ¿Acaso no es eso mejor que vivir esclavizados por las dietas?
Crédito de la imagen: Sara Lorusso