Eran estadios monumentales, llenos de vida, repletos de efervescencia deportiva y, sobre todo, fueron símbolos de poder y modernidad a nivel internacional. Un comité seleccionó su país para albergar a uno de los mejores acontecimientos deportivos del mundo, y con inversiones desorbitantes construyeron infraestructuras colosales para demostrar su poderío a todo el planeta. Pero ahora, ¿qué queda de estos complejos deportivos? Muchos se convierten en sedes de clubes locales, pero también en aparcamientos, pistas de carreras de automóviles o hasta centros de vacunación de gripe porcina, como sucedió con el Estadio Olímpico de Montreal.

En 2014, Brasil albergó el Mundial de Fútbol, gastándose 2.458 millones de euros únicamente en la construcción o reestructuración de los 12 estadios que albergaron la competición. Un año después, 11 de ellos no han recibido público suficiente ni siquiera para llenar la mitad de las gradas. El ambicioso estadio Manaus, de 44.000 asientos, y donde tan solo se jugaron cuatro partidos del Mundial, está destinado a convertirse en el hogar del equipo de fútbol local de cuarta división, que atrae a poco más de mil personas por partido. Únicamente, el estadio Itaquerão de Sao Paulo alcanzó una tasa de ocupación superior al 50%.
Los Juegos Olímpicos de Pekín, celebrados en 2008, permitieron la construcción de nuevos iconos arquitectónicos, que recibieron reconocimiento internacional. Estos juegos costaron unos 40.000 millones de dólares, aunque el dato no es oficial porque el Gobierno chino nunca lo explicó públicamente. Pero ahora el Estadio de Béisbol de Wukesong, el Parque Olímpico de Remo-Piragüismo de Shunyi o el Velódromo de Laoshan tienen un aspecto lamentable y un conjunto de instalaciones deportivas con pocos o ningún plan de reutilización.