Lo crucial suele ocurrir bajo la superficie: un mar en calma puede esconder un interior turbio y una apariencia de normalidad puede ejercer como máscara para un pasado roto. La infancia es un periodo crucial de nuestras vidas y las experiencias traumáticas que vivimos durante esta etapa nos marcan permanentemente, como una cicatriz que no se borra. No es una afirmación lanzada al vuelo ya que se trata de la principal conclusión a la que llegaron los investigadores responsables del experiencias traumáticasde Adverse Childhood Experiences ACE. Esta investigación arrancó en 1995 y sus casi 14.000 participantes han continuado en observación a lo largo del tiempo permitiendo arrojar luz sobre cómo las vivencias chocantes de nuestra niñez configuran nuestra vida adulta.
Traumas de la infancia: ¿a qué nos referimos?
Antes de continuar, hay una cuestión que sobrevuela lo dicho hasta ahora: ¿qué es un trauma de la infancia? ¿Aquella vez en la que tu madre tiró tu juguete favorito a la basura cuenta como trauma? Lo cierto es que no. A la hora de identificar las experiencias adversas en la infancia, el estudio, conducido por los doctores Vincent Felitti y Robert Anda, señala diez tipos de trauma infantil. Estos son: abuso físico, abuso sexual, abuso emocional, negligencia física, negligencia emocional, violencia contra la madre, abuso de drogas en casa, enfermedad mental de algún pariente, divorcio de los padres y encarcelamiento de un miembro de la familia. En relación a estos, el estudio ACE descubrió que este tipo de experiencias son más comunes de los que nos pensamos.
Nada menos que el 28% de los participantes admitieron hacer sufrido maltrato físico mientras que el 21% había sido víctima de abuso sexual. Otra de las conclusiones del estudio a la hora de enmarcar el problema, y de paso reconocerlo en nuestro entorno, es que los traumas infantiles no son islas sino que, muy al contrario, a menudo se combinan. Casi un 40% de la muestra investigada había sufrido dos o más traumas, y más del 10% habían experimentado cuatro o más.
Cicatrices sin cerrar
Sin embargo, el principal descubrimiento del estudio fue que, efectivamente, las experiencias traumáticas en la niñez tienen una relación de dosis-efecto. Es decir, acumulativa y con muchas circunstancias durante la vida adulta. Además, se hicieron evidentes los vínculos entre los traumas y muchos problemas de salud como que los niños con problemas de este tipo son más propensos a sufrir cáncer, o que su esperanza de vida se ver reducida hasta en 20 años. Sin embargo, en este artículo nos centraremos en otro tipo de secuelas: las consecuencias psicológicas o emocionales.
Como primer ejemplo, destaca la evidente relación entre los traumas infantiles y la depresión. Al parecer, haber sufrido en la niñez un episodio de violencia doméstica o la separación de los padres es un factor que multiplica las posibilidades de vivir un episodio de depresión a lo largo de la vida, incluso décadas después de haber sufrido el episodio. Según escribe el psicólogo experto en trauma infantil David Hosier, otra consecuencia que se da en casos de trauma infantil es la desregulación emocional o la incapacidad de gestionar de forma adecuada las propias emociones.
Se trata de un estado en el que, por ejemplo, nos invaden profundos sentimientos de rabia ante eventos que no parecen justificar dicha reacción o en el que experimentamos una ansiedad excesiva ante lo que otros consideran trivial. Hosier, además, identifica también otro posible resultado de haber sufrido un trauma infantil: “es frecuente que el individuo se vuelva intensamente autocrítico, incluso consumido por sentimientos de odio a sí mismo”. Ambas conductas son síntomas de depresión y de estrés post-traumático, y se explican por un sentimiento constante de verse en peligro y una falta de soporte emocional.
Esta carencia de cariño lleva al niño, y posteriormente al adulto, a culparse a sí mismo por la falta de amor. Es corriente que con el pasar de los años estas personas desarrollen, a modo de mecanismo de defensa, una personalidad perfeccionista, un intento inconsciente de recuperar el afecto de los padres o un sentimiento de culpa desmedido. Esto puede desembocar en lo que se conoce como el “síndrome del fracaso”: el sentimiento de que todo lo que uno consiga es inmerecido, una casualidad. En definitiva, ser conscientes de nuestro pasado sin rechazar los momentos más oscuros es un gran paso para identificar este tipo de problemas en nuestra vida diaria. Aceptar el proceso de duelo y hacer las paces con los traumas son elementos necesarios para poder quitarnos la máscara y alcanzar, de una vez, la paz interior.