A veces, cuando haces algo esperando una reacción por parte de alguien, puede que la respuesta no sea la que necesitas. Muy pocos escucharán lo que quieres contarles, dispuestos a ponerse en tu lugar, en tu piel y esperarán a conocer todas las circunstancias antes de emitir su juicio. Sin embargo, muchos decidirán ser duros contigo, a menudo sin motivo. Un ataque gratuito de mirada por encima del hombro sin necesidad. Pero eso es juzgar a alguien en nuestra sociedad de hoy en día: no tener toda la información necesaria encima de la mesa pero opinar igualmente, escuchar tres cuartas partes de lo que se está contando y utilizar toda una artillería pesada para quedarse bien a gusto.
Y no es justo. No es justo que alguien se esfuerce en todo lo que hace, que dedique todo el tiempo del mundo a tener una vida feliz y a ayudar a los demás a serlo y que no se valore. Que se desmonte cualquier logro que se haya podido conseguir. Está bien advertir. La sabiduría es la base de la experiencia, pero continuamente se la infravalora.
Todo lo que decidimos lo pensamos. Unos más, otros menos. Pero, ¿por qué infundir la duda o el desánimo en esas decisiones?
Toda actitud basada en el esfuerzo debe ser reconocida, y si sale mal, también. Si no entendemos todos aquellos pequeños objetivos que nos marcamos y que en un futuro marcan la diferencia por su suma, ¿qué deberemos decirles a nuestros hermanos pequeños?
Al final, el único que se valora, que se conoce al 100% y es conocedor de los porqués de sus decisiones, entrar con el pie izquierdo en vez del derecho a un nuevo trabajo, por ir al revés del mundo, y sí, por joder, es uno mismo. Que los demás juzguen lo que quieran, que hablen, que graznen como las urracas o los cuervos, que tu propia melodía te la creas tú, con personalidad y con la seguridad y certeza de que lo que decidas lo haces porque tú quieres, porque eres adulto y porque eres libre de hacer con tu vida lo que te dé la real gana. Porque no vas a dejar que nadie decida por ti. Para algo vas a trabajar cada día, te sigues formando y además te preocupas por crecer como persona.
Fallar a otra persona duele, pero, ¿fallarse a uno mismo por no tomar la dirección que verdaderamente uno quiere y saberlo? Eso es una tortura mental. Por eso, cuando no necesites a nadie para construir tu mundo caerás en la cuenta de que estabas equivocado, que no se trataba de un “Qué haría yo sin ti”, sino de un “Qué haría yo sin MÍ”. Y tú, ¿qué harías sin ti?
Quien no comparta esta filosofía de crecimiento personal y orgullo por uno mismo, ojo, sin tomar contacto ni con la prepotencia ni la arrogancia, deberá replantearse en qué tipo de persona quiere convertirse, en lo que le gustaría contarle a sus nietos cuando le pregunten por su juventud sin tener que mentirles.
