98 días. Es el tiempo que estuvimos los españoles confinados en nuestras casas. Ya desde el principio, los psicólogos advirtieron que debido a la situación los síntomas depresivos podrían aparecer en muchas más personas. Y así fue. Según un estudio realizado por la Universidad Complutense de Madrid, uno de cada cinco españoles presentó síntomas significativos de depresión durante la pandemia del coronavirus. Sin embargo, las cifras han sido superiores en el caso de los jóvenes: hasta un 43% de ellos presenta síntomas. Porque, aunque se encuentre bastante más invisibilizada en este sector de la población, los jóvenes también padecen depresión y necesitan liberarse del estigma que supone.
Precisamente para romper con los prejuicios que surgen del silencio en torno a la enfermedad, y en especial entre los más jóvenes, surge la campaña #DeLaDepresiónSeSale de la mano de Lundbeck, compañía farmacéutica especializada en enfermedades del Sistema Nervioso Central. El objetivo de la iniciativa es animar a quienes se ven afectados por la depresión a contar cómo la han vivido o la viven a través de su web, en el Twitter de su web y en el Facebook de su web. Un paso adelante que seguro contribuirá a la normalización de la depresión y, por tanto, a que más personas que la padecen en silencio la reconozcan y soliciten ayuda profesional.
Sin duda, cada historia marcará la diferencia. Y algunas de ellas servirán a la artista española Ana Santos para crear una serie de ilustraciones acerca de la depresión. Un relato visual donde quedarán plasmados los sentimientos, los pensamientos y las vivencias que experimentan quienes sufren esta enfermedad tan desconocida todavía. Una enfermedad que, en ocasiones, parece no tener salida, pero la tiene. Cuenta tu historia de superación para esta iniciativa avalada por la Sociedad Española de Psiquiatría y la asociación La Barandilla. Cuéntales que de la depresión se sale. El mundo está lleno de supervivientes anónimos que tienen mucho que contar.
África, de 23 años, es un ejemplo de ello. Cuando apenas tenía 18 comenzó a tener insomnio. "No dormía nada. Me quedaba dormida a las siete de la mañana y me despertaba a las diez con la sensación de no haber descansado. Luego me pasaba el día llorando sin saber por qué. Me sentía como una mierda y yo pensaba que era de no descansar. No lo entendía. Dejé de salir de casa porque no tenía fuerzas y me sentía vulnerable, ante todo. No soportaba no entender nada". Porque no es fácil. La depresión no es un resfriado. No te levantas un día de pronto con depresión: va ganando terreno milímetro a milímetro.
El impacto del diagnóstico
Uno de los síntomas más frecuentes de esta enfermedad es el aislamiento. Marta, de 31 años, vivió uno de esos traumas que dejan huella, pero creía haberlo dejado atrás. "Empecé a notar que mis amigas salían y yo me quedaba en casa. No estaba triste. Me sentía cansada y con muy mala leche. Me volví una tirana y hablaba muy mal a los demás. Entonces mi madre me dijo ‘Marta, esto no es normal’ y llamó a un psiquiatra del que tenía buenas referencias. Fui y me diagnosticó depresión, aunque yo no lo tomaba aún en serio. Iba porque mi madre lo pagaba. Yo lo único que quería era estar tirada en la cama”, recuerda.
Superar ese primer momento es muy complicado. En el caso de Marta el obstáculo fue su escepticismo, pero en el de Carlos, de 25 años, el impacto inicial supuso una auténtica desestabilización. "Ser consciente de lo que realmente ocurría me agobió mucho en los siguientes dos o tres meses. No era fácil aceptar mi situación ni la repercusión que aquello podría estar teniendo en mi vida o en mi futuro. Esa falta de motivación diaria. Esa sensación de vacío. Esa negatividad. Y esa ansiedad que terminó convirtiéndose en una constante. Sentía que todo iba a salir mal a corto y a largo plazo. Por eso me cohibía constantemente tanto de rutinas como de nuevos planes y estímulos”, reconoce.
Carlos no es una excepción, África también recibió como una condena aquel primer diagnóstico. "El médico me explicó que tenía depresión. Yo no podía entender como yo, una chica de 19 años, tenía depresión. No me había pasado ningún trauma en ese momento. Y empezó a darme una ansiedad social que flipas. Me sentí fatal con pensar que toda la gente de mi alrededor sabía que estaba mal. El psiquiatra me mandó mucha medicación y vitamina B12. Solo veía oscuridad. No era capaz de callar mi mente. Sentía que todos querían hacerme daño y que no podía confiar en nadie. No quería morirme, pero no valoraba la vida”, explica.
Cada experiencia es diferente
Esta cuestión, la del aislamiento social, resulta bastante frecuente durante las depresiones. "No me sentía con fuerzas de meterme en el metro ni de enfrentarme a mis compañeros de universidad. Dejé de relacionarme con amigos y dejé de ducharme. También lo dejé con mi pareja. Me quedé todo un mes sola y lo recuerdo como el mes más duro de mi vida. Lloraba tanto que dejé de llorar y de sentir. No me levantaba de la cama. Estaba vacía. Llamaba a mi madre y le decía 'mamá, no me cuelgues'. Necesitaba que alguien me devolviera a la realidad. Y llegó un punto en que me dije: '¿qué coño hago viva?'. No quería vivir más", resume Marta.
Aunque no todos los casos de depresión son iguales. Uno de los mayores errores que podemos cometer a la hora de relacionarnos con alguien que sufre depresión es infravalorarla porque no desemboque en una vida completamente disfuncional. Algunas personas, como Carlos, consiguen mantener cierta estabilidad. "Podía hacer vida normal, pero me costaba llevarla bien. Por ejemplo, aunque continuase con mis estudios, porque tenía unos veinte o veintiún años entonces, y luego con mi trabajo temporal de verano, ambos se veían muy afectados por mi falta de ánimo y ganas. Se veía reflejada en todos los aspectos de mi vida”, valora.
La apatía que había tomado el control de su vida no desapareció hasta que no comprendió lo que verdaderamente ocurría. "En un primer momento intenté evadirme de formas que podían parecer válidas a corto plazo, pero claramente eran contraproducentes: salir cada fin de semana, tontear con las drogas y entregarme a cualquier cosa que me hiciera evitar la realidad. No tardé en darme cuenta de que acabaría siendo peor, así que opté por hablar con mis padres y mis amigos y luego busqué ayuda profesional. Empecé a ir a terapia. Tuve mucha suerte de que mi familia y amigos entendieran cómo me sentía sin necesidad de grandes palabras”, recuerda agradecido.
La presión de los seres queridos
Sin embargo, no siempre ocurre así. Todos somos víctimas de la desinformación acerca de la depresión. Por eso hay veces que incluso quienes quieren ayudarte, con toda la bondad de su corazón, terminan siendo víctimas de ideas erróneas como que la superación de la depresión es una cuestión de mera voluntad. Esos mensajes de "eres fuerte, sal de ahí" no siempre ayudan. "Me sentía incomprendida", dice Marta. "Los demás estaban en plan "venga, sal" y yo no podía. Es como decirle a un diabético "venga, controla el azúcar en sangre". Y si estaba un día bien ya oía mensajes tipo 'bueno, si llevas dos días en la calle no estarás tan mal'".
Buenas intenciones que se convierten en un obstáculo más. Como cuando ese profundo deseo de que por fin superes la depresión por parte de familiares y amigos se convierte en una responsabilidad. "Me sentía como una carga constante. Ver a mis padres sufrir era lo peor. Encerrada en mi casa me puse a escribir. Pero a escribir muchísimo. Me hice responsable a mí misma de sentirme bien. Empecé a escuchar y aprendí que si le tenía miedo a la gente es porque había vivido una relación de maltrato antes de que empezara esto. Eso de escribir sobre mi pasado me ayudó", cuenta África. Aunque hizo mucho más.
"Empecé a llevar una dieta equilibrada. Me obligué a hacer deporte. A salir a que me diese el sol. Te aseguro que parecen pequeñas tonterías, pero marcan la diferencia. Antes de eso pensaba: '¿para qué hacer deporte si no quiero vivir?'. Pero te obligas y al final sales. Aunque lo de verdad me salvó fue empezar a trabajar. Una rutina diaria en la que además tenía que hablar con la gente. También empecé a ir con una psiquiatra buena. Entendí que me había superado todo: las drogas que consumí, la relación con mi ex, irme a vivir a Madrid... Era una niña que estaba aprendiendo a volar. He mejorado mucho. Me siento más fuerte".
El lento proceso de la superación
Escribir fue una de las claves que ayudaron a África a salir de la depresión. En el caso de Marta fueron tres cachorritos. "Adopté tres perritas. Era lo único que me motivaba. Lo único que me hacía esforzarme: cuidarles. Mi única razón para vivir. Aún así pasaron cuatro o cinco años de estancamiento. De rachas malas y rachas buenas. Pensaba que no se iba a acabar nunca. Finalmente me mudé a Cádiz, donde nadie me conocía ni juzgaba y eso me ayudó mucho. Ahora tomo medicación, he adelgazado 13 kilos y me siento apreciada”, confiesa.
Carlos también superó la depresión. "Fue un proceso lento y profundo. Un constante ejercicio tanto mental como emocional. No vale esconder ni un pensamiento ni una sola emoción. La aceptación del dolor es fundamental. Tengo claro que aún quedan restos de aquella etapa, pero también de la fortaleza anímica que he ganado tras ese proceso". Muy similares son las palabras de Marta: "He visto la luz. Ahora me siento con fuerza para permitirme estar triste. Pero miro atrás y veo que he perdido los últimos diez años de mi vida. No los he vivido. Los he sobrevivido. Es lo que más me cuesta superar". Su voz se quiebra por primera vez. Pero sigue adelante como el resto. Porque, con ayuda, todo se puede superar.
Cada testimonio ayuda a dar visibilidad a la depresión y a que las personas que están pasando por esta enfermedad se sientan apoyadas. Si quieres aportar el tuyo y luchar contra el estigma, puedes hacerlo a través de la web deladepresionsesale.com.