En la novela de Richard Yates, Revolutionary Road, hay un momento en que el protagonista Frank, que se considera a sí mismo un intelectual, va a casa de su amigo Shep y se dedica a cotillear los libros de su estantería. Sin embargo, Shep acaba sintiéndose muy violento cuando ve que Frank mira los títulos con algo peor que desprecio: los mira con condescendencia. Es curioso cómo, ante según qué personas, la estantería de uno deja de ser un almacén para el ocio y pasa a ser una carta de presentación.
El estante de las películas se convierte en un alegato de lo cinéfilo que es uno. Los barrios que se visitan, los museos a los que se va si se va, las exposiciones, los conciertos, los vinilos, los pósters de las paredes, se transforman en un currículum. No se consume cultura para disfrutar de ella sino porque hay que hacerlo, porque es necesario para ser interesante.

Y sí, es triste, pero hay personas que leen para decir que leen, que se tragan películas incomprensibles para demostrar que están por encima de la masa y que y esto es lo peor de todo juzgan a todo aquel que no cumpla con sus estándares. Está claro que los gustos en común son un punto de partida para cualquier tipo de relación, pero cuando alguien decide que otra persona no es digna de su interés porque no tiene gustos ‘profundos’, está cayendo en una ironía bastante grande. Juzgar a alguien por no parecer inteligente, lejos de ser algo culto, es un comportamiento bastante superficial.
Porque, además, un cinéfilo llega a serlo viendo películas y, a la edad en la que uno empieza a verlas, no siempre puede escoger cuáles ver. Hay personas que tienen la fortuna de haber recibido una buena educación o de que en su casa pusieran cine de calidad. Pero la mayor parte de los cinéfilos llegan a serlo porque les encantaba ponerse delante de una pantalla y dejar que le contaran una historia. Y vieron mierda, mierda muy gorda, hasta que empezaron a distinguir qué historias les gustaban más. Y, después, empezaron a saber apreciar qué intérpretes preferían, qué directores, qué bandas sonoras, qué tipo de estética, qué giros de cámara.
Y tras mucho, mucho cine, pudieron ir marcando qué senda les gustaba e investigaron, probaron, acertaron, se equivocaron, siguieron probando y, poco a poco, fueron gestando su propio criterio. Cuando has seguido un proceso así, lo habitual es que tengas más de un placer culpable y que, aunque sepas que es un pecado fílmico, tengas un cariño enorme a algunas películas que son francamente malas. Y por eso un verdadero cinéfilo debería poder tener Transformers entre todos los packs de Aki Kaurismäki sin que nadie le juzgara por ello.

Con los libros pasa exactamente lo mismo. Uno no se pone a leer a Walter Benjamin en la playa como primera opción. Se acaba leyendo algo así cuando uno se pasó su infancia embebido con Mortadelo y Filemón y tebeos de todo tipo, si se leyó toda la estantería de la casa en la que creció y que se aprendió de memoria todas las etiquetas de los champús. Uno acaba leyendo cosas ‘complicadas’ o ‘inteligentes’ cuando encontró absoluto placer en la lectura y su curiosidad se expandió hasta encontrar disfrute, también, en las cosas sesudas. Y ese tipo de gente, por lo general, puede tener a Harry Potter un par de estantes por debajo de algún deconstruccionista francés.
Por eso, esto es un alegato en favor de rescatar la cultura de manos del pedorreo. Esto es un grito de furia para despeinar a todas esas personas que tienen que citar a Kant para hablar de sus diarreas, que jamás ven cine comercial o que miran por encima del hombro a quienes disfrutan leyendo libros ‘poco serios’. Porque un libro o una película es una forma de comunicarnos con personas de otros lugares, otras culturas y otros tiempos. Es una forma de sentirnos cerca de otros seres humanos a través del tiempo y del espacio. Así que si utilizas la cultura para creerte mejor que los demás, es que no te has enterado de nada. Porque, ser verdaderamente culto e inteligente, tiene más que ver con ser humano que con ser ‘interesante’.