Si el mundo está dividido en tontos y listos, en gente de la que aprovecharse y gente que se aprovecha, en gilipollas y oportunistas, yo lo tengo clarísimo: soy del club de los gilipollas. Me ha pasado desde siempre y, la verdad, creo que me va a seguir pasando. Siempre he tenido madera de gilipollas. Siempre he pecado de inocente. Qué le voy a hacer, soy idealista. Espero lo mejor de la gente y no me ha dado la gana de entender que los demás van a lo suyo y que, si tienen que pisarme, lo harán.
Siempre fui gilipollas, ya en mi casa. Si había que realizar alguna tarea, mis hermanos, maestros del escaqueo, solían volar y me tocaba hacerla a mí para evitar la bronca común. Siempre compartía mis juguetes y libros pensando que el mundo era un lugar de concordia y reciprocidad, y me llevaba unos disgustos gigantes cuando mis hermanos me negaban sus cosas. No sé cuántos cientos de veces pudo pasar, pero puedo asegurar que me sorprendí todas y cada una de las veces que me dijeron "no". Era gilipollas de vocación.

Y si en casa me sucedía, lo del colegio ya era una locura. Cada día, salía del aula en último lugar porque todo el mundo iba a lo loco y a mí me daba apuro colarme en la fila. Yo era de compartir bocadillo, ayudar con los deberes y dejarme copiar en los exámenes. No sé de dónde saqué la máxima de tratar a los demás como querrías que te trataran a ti, pero por lo visto la tenía grabada a fuego en alguna meninge porque, en base a eso, me dediqué a labrar mi ‘pringadez’ sin descanso. Evidentemente, en el instituto fue aún más evidente que era gilipollas. Lo mío eran las causas perdidas y me junté al grupo más marginal de todos. Y cuando digo marginal, no me refiero a tribus de estética chula o a los rebeldes a los que parece que todo les da igual, que son los primeros en fumar con aire de misterio. Qué va. Me refiero a que éramos los que no teníamos sitio en ninguna manada.
Nuestro grupo no tenía normas de etiqueta ni requisitos de acceso. Nos convertimos en el hueco de quienes no tenían hueco. Sacábamos unas notas aceptables, no nos metíamos en líos y no acudíamos a las fiestas. Nadie tenía interés en hacerse amigo nuestro porque procurábamos no molestar e ir a nuestro rollo. Si venían a quitarnos el hueco en el patio, nos íbamos sin rechistar. Éramos un grupo de gilipollas de libro. Todo el instituto nos tomaba por tontos porque, a quién queremos engañar, para los estándares del mundo, lo éramos.

Y, lo que es más, lo seguimos siendo. Todos los que nos uníamos en aquellos descansos entre clase y clase, los que no hacíamos mucho ruido, los que teníamos la sensación de encajar poco y, por eso, tratábamos a toda costa de agradar siendo amables y generosos, no hemos cambiado demasiado. Es lo que tenemos los gilipollas. Que no aprendemos.
Lo que hacemos bien es reconocernos unos a otros. Solemos ser los de la sonrisilla tímida y la mano pronta a dar. Los que cedemos el asiento y los que, aunque a veces metamos la pata hasta el fondo, tratamos de no ofender jamás a nadie. Los que, cada cierto tiempo, llamamos por teléfono para explicar la nueva estafa en la que hemos caído, el nuevo desengaño que nos hemos llevado o cómo hemos acabado cambiando las vacaciones porque un compañero nos ha puesto cara de pena. A los que nos hablan desconocidos rarísimos por la calle pero nos da lástima cortarles aunque no entendamos nada de lo que nos están contando. Los que, de vez en cuando, aseguramos que vamos a plantarnos y que estamos cansados de ser de buenos tontos pero que seguimos dejándonos comer.

Porque, en realidad, ese es nuestro tipo de rebeldía. Somos del club de los gilipollas y lo somos a mucha honra. Porque hemos decidido pelear por nuestra inocencia y nuestro derecho a esperar lo mejor de los demás. Y no es que olvidemos. Claro que no. Lo que pasa es que las decepciones no nos han vuelto piedra. Somos más bien como palmeras, flexibles, sensibles al vendaval pero imposibles de arrancar del suelo. Preferimos aguantar los azotes de la mayoría para que, los pocos que lo merecen, puedan seguir agarrándose a nuestro tronco cuando viene el huracán.
Por eso, si tú también eres del club de los gilipollas, recibe mi abrazo, de palmera a palmera. Por favor, no dejes de ser así. Porque tú y yo sabemos que, si todos fuéramos del club de los gilipollas, el mundo sería un lugar mucho mejor.