En el ejercicio de lo cotidiano, en el a veces solitario y pesado funcionar de la rutina, pueden acabar resultando cosas realmente maravillosas, pero también pueden llegar a surgir límites, barreras y muros –en ocasiones más imaginarios que reales– a los que, familiarizándonos con ellos, bautizaremos como miedos.
Y entonces, ocurre. Te despiertas un día, y el único sueño que tienes es el que cuelga de tus pestañas, el que se ha quedado de modo permanente a vivir en tus ojeras. Todos los demás, los sueños de verdad, los que realmente importan, parecen haber desaparecido como por arte de un maldito truco de magia. En realidad siguen estando ahí, pero borrosos, casi difuminados, débiles, prácticamente en coma. Llegados a este punto, seguramente hayamos cometido el gran error de descuidarlos, de no haberles prestado la suficiente atención; pero puede ser aún peor, puede que los estemos matando de hambre porque durante día y noche nos preocupamos solamente de alimentar nuestros miedos. Cuando le concedemos tantas facilidades a nuestro mayor enemigo, podemos empezar a darnos por muertos. Y aquí estamos: despiertos, arrodillados y paralizados ante un montón de fantasmas imaginarios a los que disfrazamos de desconfianza, temor y recelo.
Para poder revertir una situación negativa es necesario analizar y comprender dónde está el origen de la misma. Entonces preguntémonos: ¿de dónde vienen nuestros miedos? Pues bien, es verdad que muchas veces el inicio puede estar en nosotros mismos, y que estos se hagan mayúsculos en momentos de cierta debilidad personal: falta de confianza, baja autoestima; o incluso en una cierta comodidad dentro de tu zona de confort, que puede derivar en una falta de ambición y de objetivos. Pero hay otras muchas ocasiones en las que nuestros fantasmas y miedos se multiplican por culpa de terceras personas, por el qué dirán si fracasamos –porque lo dicen–, pero sobre todo por la negatividad y el temor inicial que nos infunden, incluso antes de intentarlo, solo por el hecho de que ellos no se atrevieron o no consiguieron hacerlo.
Y claro, cómo no nos va a afectar lo que digan los demás si hasta la RAE Real Academia Española nos transmite negatividad y desmotivación dentro de la propia definición del término sueño:
Cosa que carece de realidad o fundamento, y, en especial, proyecto, deseo, esperanza sin probabilidad de realizarse.
Por eso, después de reconocer los fallos propios y las amenazas de los factores externos, tenemos que ser capaces de llevar a cabo un plan que no nos aleje de nuestros objetivos. Para empezar, debemos de estar siempre en alerta, no podemos dejarnos llevar por una falsa comodidad que al final desemboque en un adormilamiento o en una carencia de objetivos y metas. Una vez que hemos conseguido mantener despiertos a nuestros sueños –esta es la única manera de que puedan llegar a cumplirse–, tenemos que aprender a cuidarlos y luchar por ellos hasta que crezcan tanto que se hagan realidad. Y por último, que nadie, absolutamente nadie, te convenza de que no eres capaz de hacer algo que llevas tiempo deseando, por difícil que parezca; que apartes a quien estorba en tu camino y te pone trabas y trampas porque él ni siquiera soñó con hacerlo; que hagas oídos sordos al qué dirán y solo escuches el eco de los «sí que puedo»; que dudes, que frenes, que sientas vértigo si es necesario, pero que te conciencies de que todo irá bien mientras tus sueños sigan siendo más grandes que tus miedos.
Crédito de la imagen: Emmanuel Rosario