Así De Loca Y Extraña Sería Nuestra Vida Si Llegamos A Vivir 150 Años

"¡Despierta, tío, despierta, despierta, es tu boda, despierta!". La vocecita de May y, sobre todo, los mamporros con los que está golpeando mi cápsula me hacen abrir los ojos. Como cada mañana, me cuesta abandonar esta pequeña burbuja metálica. Cuand

By Lítera

"¡Despierta, tío, despierta, despierta, es tu boda, despierta!". La vocecita de May y, sobre todo, los mamporros con los que está golpeando mi cápsula me hacen abrir los ojos. Como cada mañana, me cuesta abandonar esta pequeña burbuja metálica. Cuando cumplí 70 años y recibí la prima por medio siglo trabajado, invertí las ganancias en la instalación de una cápsula para cada miembro de la familia, todas hechas a la medida de nuestro cuerpo: catorce cápsulas en cascada, en la pared de la habitación de descanso.

Cuando el Estado impuso el Programa de Modificación Genética para el Aprovechamiento del Espacio y los Recursos yo ya estaba cerca de la pubertad, así que había crecido bastante. Por eso, mi cápsula mide un metro de largo y medio de ancho, es ovalada y completamente ergonómica las de los más jóvenes no exceden los 50 centímetros. Su temperatura va mutando en función de mi fase de sueño para evitar que tenga pesadillas o que me despierte antes de haber completado un ciclo REM. Para un insomne crónico como yo, era la mejor inversión posible. Pero ni las cápsulas de sueño están hechas a prueba de sobrinas con ganas de juerga.

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"¡Vamos, tío, vamos, venga, vamos!", grita May mientras me voy colocando las prótesis. A pesar de tener ya 121 años, sólo llevo dos prótesis externas: una pierna que me implantaron hace tres décadas, cuando la cadera empezó a darme guerra, y el reemplazo de mi mano artrítica. Como pintor, esta última fue lo mejor que podría haberme pasado: la precisión de trazo que logro con mis dedos artificiales elimina prácticamente cualquier posibilidad de error; soy capaz, por fin, de colorear cada pixel sin desviarme un ápice. El resto de implantes tecnológicos no son visibles. A pesar de mis reticencias, tuve que acabar empleando la antena sonocromática. Todos los pintores y diseñadores gráficos consagrados de mi generación llevan usándola décadas porque aumenta la percepción del color en un porcentaje altísimo pero a mí me gustaba mi percepción limitada. Me resultaba más humana, más tribal, y daba a mis obras un aspecto naïf. Pero las córneas, a partir de los 90 años, comienzan a deteriorarse. Tuve que escoger entre eso o abandonar la pintura, y todavía me quedan veinte años de hipoteca. Puede decirse que no tenía mucha opción.

May da saltitos a mi alrededor mientras voy poniéndome el traje. Me recuerda a los caniches que he visto en documentales. Me resulta incomprensible que, hace menos de un siglo, las personas emplearan espacio y recursos para alimentar animales cuando era evidente que la comida y el espacio son finitos. Pero todavía hay gente, a día de hoy, que paga millonadas para vivir solo con su pareja en lugar de compartir casa con el resto de generaciones familiares. Las personas siempre nos hemos caracterizado por tener gustos excéntricos y poco prácticos. Afortunadamente, mis tres esposas previas han sido ecologistas y razonables y ninguna puso ninguna pega en compartir estos 20 metros cuadrados con mis padres, mis abuelos, mis hermanos y sus hijos. Y, cuando el deseo apremia, tenemos toda la intimidad que necesitamos interconectando los sensores de nuestras respectivas cápsulas.

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Mi último matrimonio terminó afablemente. Habíamos firmado un contrato inicial de 25 años y lo prorrogamos hasta los 30, el máximo permitido por ley. Nos separamos con la sensación de haber aprovechado bien esas tres décadas. Pese a haber disfrutado del matrimonio, estaba convencido de que no volvería a casarme. Pero conocí a A33a en un foro de pintura y me fascinó. Ella también está de acuerdo en que, cuando se llega a los 150 años, la obligación ética es suicidarse y dejar espacio a las generaciones siguientes. Me emociona la perspectiva de que apaguemos nuestros corazones a la vez.

"¡Vamos, tío! ¿No estás emocionado? ¡Que te casas!". Sonrío. Dejo que May haga los honores. "¡Conexión!", grita, y la pared se enciende. El bello rostro de A33a llena la pantalla y, en un recuadro en la esquina superior izquierda, aparece el juez. "A33a, ¿deseas tomar como esposo a este hombre durante los próximos treinta años, hasta que vuestros cuerpos biológicos se deterioren sin remedio posible o la convivencia ya no sea de vuestro agrado?". Cuando A33a dice "sí, quiero", me doy cuenta de que los próximos treinta años se me van a hacer realmente cortos.