Cuando me mudé a vivir a Japón tenía la información general sobre desastres naturales que me había llegado a través de los medios: imágenes del tsunami del 11 de marzo de 2011 y secuencias en mi mente de la película Lo imposible. No me planteé, en realidad, lo que sería vivir en un país que aún sufre el efecto postraumático de un desastre que dejó más de 15.000 muertos y casi 3.000 desaparecidos.
Han pasado 5 años desde esa gran tragedia y aún hoy, los japoneses, mantienen muy presente su recuerdo. El mes pasado un terremoto de 5.6 grados sacudió Tokio. No hubo heridos, ni muertos, ni daños colaterales. Lo único que quedó tras ese minuto de angustia fue el pálpito rápido de sus corazones, un sonido que indicaba una sóla cosa: miedo.
Después del primer terremoto me di cuenta de que la información que llega a España es reducida. No sabía, por ejemplo, que la palabra tsunami es en realidad japonesa, y que significa 'puerto' y 'ola', que unida se convierte en maremoto. Tampoco sabía que en la isla hay hasta 7 terremotos al día, la mayoría poco relevantes. Desconocía por completo que cualquier estructura construida aquí está preparada para adversidades naturales: los cableados expuestos al exterior, la distancia entre los edificios, la inexistencia de calefacción en las casas o los accesorios que venden para atornillar los muebles son sólo algunas de las precauciones que toman.
Me sorprendió también cómo mi casero, tras el tercer terremoto, subió a explicarme que el lugar más seguro en esos casos era debajo de la mesa, y que no debía preocuparme incluso si oscilaba el edificio porque durante siglos, los japoneses han estado inventando formas de protegerse de las consecuencias de vivir bajo el temido 'anillo de fuego'.
También supe, esta vez por experiencia propia, que si el terremoto es más fuerte de lo normal las tiendas de 24 horas se quedan casi vacías, porque si se ha estropeado la red de abastecimiento, en una ciudad en la que viven 37 millones de habitantes, difícilmente alguien va a compartir agua contigo.
Aprendí todas estas cosas de una manera casi natural, según iba aumentando el número de terremotos en mi lista de experiencias. Sin embargo, la semana pasada, me di cuenta de que bajo toda esa seguridad ofrecida por el gobierno, hay un miedo latente entre la población. Son muy conscientes de que su país es uno de los lugares en los que más terremotos hay en el mundo, pero sobre todo tienen arraigados recuerdos muy amargos del gran tsunami. Por educación nadie lo exterioriza, pero en el fondo de sus conciencias siempre hay merodeando un: “¿y si esta vez soy yo ese número en la lista de desaparecidos?”.
Hablando con la gente local me cuentan que Japón, antes de marzo de 2011, era un país diferente. Miles de personas huyeron al extranjero tras lo que pasó y los que se quedaron interiorizaron una sensación de inseguridad permanente. El autoestima nacional se vio profundamente dañado: por muchos esfuerzos que hagan porque no exista la delincuencia, por ser una potencia mundial y por ir un paso por delante del mundo entero en tecnología, hay algo contra lo que no pueden luchar: la naturaleza.
Cualquiera que venga de paso probablemente no identifique estos sentimientos, se quedará con la sensación de que es gente educada hasta el extremo, servicial y muy respetuosa. Sin embargo, los que vivimos aquí, podemos palpar que hubo un tiempo en el que la confianza era mayor y el miedo no estaba tan presente.
Podemos entrever que lo que aquel día, además de casi 20.000 vidas, el tsunami se llevó también la paz de los 120 millones de personas que decidieron que Japón seguía siendo su lugar, pasara lo que pasara.