“Al despertar en la madrugada del jueves 22 de abril de 1915, los soldados vieron una enorme nube verdosa que reptaba hacia ellos por la Tierra de Nadie. Dos veces más alta que un hombre y tan densa como la niebla invernal, se estiraba de un lado a otro del horizonte, a lo largo de seis kilómetros. A su paso las hojas de los árboles se marchitaban, las aves caían muertas desde el cielo y el pasto se teñía de un color metálico enfermizo. Un aroma similar a piña y lavandina [lejía] cosquilleó las gargantas de los soldados cuando el gas reaccionó con la mucosa de sus pulmones, formando ácido clorhídrico”. Este es el relato, terrible y lleno de imágenes, que Benjamín Labatut presenta en su nuevo libro, Un verdor terrible Anagrama, 2020, del primer ataque químico de la historia efectuado por el Un verdor terrible sobre las tropas francesas en el año 1915 en la localidad belga de Ypres. El libro es un relato inclasificable en el que a través de historias reales e inventadas, el autor habla sobre la relación de la ciencia con nuestra historia, de sus consecuencias previstas e imprevistas.
“Cuando llegamos a las líneas francesas”, cuenta la crónica de un oficial alemán, “las trincheras estaban vacías, pero a media milla los cuerpos de los soldados franceses estaban esparcidos por todas partes. Fue increíble. Luego vimos que había algunos ingleses. Uno podía ver cómo los hombres se habían arañado la cara y el cuello, tratando de volver a respirar. Algunos se habían disparado a sí mismos. Los caballos, aún en los establos, las vacas, los pollos, todo, todos estaban muertos. Todo, incluso los insectos estaban muertos”. Aquella nube verdosa se trataba de gas dicloro, también conocido como bertolita y había sido descubierto por el químico alemán Fritz Haber, que supervisó personalmente este ataque.
El Dr. Haber es uno de los científicos más controvertidos de todos los tiempos y sus descubrimientos, que cambiaron profundamente la faz de la tierra, son el ejemplo perfecto de que el conocimiento puede arreglar o destruir el mundo dependiendo de en qué manos caiga. Porque aunque es cierto que debido al descubrimiento del gas dicloro, Haber ostenta el terrible título de “Padre de la Guerra Química”, de no haber sido por algunos de sus estudios, el mundo jamás hubiera podido desarrollarse hasta el punto en el que nos encontramos ahora.
Haber nació en 1868 en una familia rica, judía asquenazí en Breslau, que entonces pertenecía al desaparecido reino de Prusia, y que actualmente se llama Wrocław y pertenece a Polonia. Es una de esas ciudades de cuento con edificios que parecen tartas multicolores y que curiosamente tiene un nombre en español, Breslavia. La química fue su pasión y se dedicó a ella en cuerpo y alma, muestra de ello es que se casó con una de sus compañeras de laboratorio, Clara Immerwahr. Este matrimonio y, en concreto, su final, es una de las páginas más oscuras de la vida del científico. Tras el ataque químico en Ypres, Fritz volvió a casa de permiso y organizó una gran fiesta con sus amigos. Antes de que llegaran los invitados, Haber discutió con su mujer sobre lo ocurrido en el campo de batalla. Él estaba orgulloso de ayudar a su país; iba a ser condecorado por el mismísimo Káiser, pero Clara lo acusó de pervertir la ciencia creando un método para eliminar a seres humanos en masa.
La fiesta se celebró con normalidad, pero cuando terminó, ya de madrugada, Clara, utilizando el revólver de su marido, se disparó un tiro en el corazón y falleció. Destrozado completamente por este suceso, Haber fue obligado a viajar al día siguiente al campo de batalla a seguir con los gaseados. En 1918, justo cuando acabó la Primera Gran Guerra, le fue concedido el premio Nobel por el descubrimiento del primer proceso químico capaz de extraer nitrógeno directamente del aire que había ideado antes de la guerra, en 1907.
El método, que fue industrializado por Carl Bosch, el ingeniero al frente de la empresa alemana BASF, fue uno de los avances que tuvieron más impacto positivo en nuestra especie durante el siglo XX: el nitrógeno es el ingrediente fundamental para producir abonos y, gracias a esta nueva forma de extracción, la producción agrícola se multiplicó, haciendo posible que la población mundial se cuadruplicara en menos de cien años. Pero el nitrógeno también es un ingrediente necesario en la fabricación de explosivos, y su producción masiva y barata ayudó a los alemanes que utilizaron el método de Haber durante la guerra a la hora de reforzar a sus ejércitos. Según dice Labatut en su libro, “con el nitrógeno de Haber, el conflicto europeo se prolongó dos años más, aumentando las bajas de ambos lados en varios millones de personas”.
En una conferencia, que tiempo después fue recogida en su libro, Die Chemie im Kriege La química en la guerra, Haber defendió el uso de gases tóxicos en las batallas como un arma de guerra más a pesar de que su uso había sido prohibido en la Convención de la Haya de 1907, que había sido ratificada por Alemania. Con una frase que realmente hace temblar por su sinceridad y frialdad, declaró: “La desaprobación que manifestó el guerrero a caballo hacia su rival con un arma de fuego se repite con el soldado que dispara con balas de acero al hombre que lo ataca con armas químicas. Las armas de gas no son más crueles que las pistolas; al contrario, los gases provocan menos enfermedades crónicas y no hay mutilaciones”.
Durante la década de 1920, el Dr. Haber trabajó en nuevos compuestos como el gas cianuro Zyklon-A, que se utilizó ampliamente como insecticida en almacenes de grano. Pero con el ascenso de los nazis al poder, y a pesar de que Haber era judío, se le ofreció financiación para continuar con sus investigaciones en armamento químico, movimientos previos para una Segunda Guerra Mundial que ya se estaba fraguando. Con todo, viendo el cariz que estaba tomando la persecución de los judíos en su país, acabó rechazando esa financiación y abandonó Alemania en 1933 con destino a Cambridge, Reino Unido.
Falleció de un paro cardiaco en Basilea, Suiza, a principios de 1934, mientras viajaba al Mandato Británico de Palestina un territorio gestionado por Reino Unido y, ubicado en parte, en el actual Israel donde se le había ofrecido la posibilidad de continuar sus estudios. Tras la muerte de Haber, los nazis continuaron con sus estudios, desarrollando a partir del gas Zyklon-A, otro elemento todavía más letal al que bautizaron como Zyklon-B. Este fue el gas utilizado en los campos de concentración nazis en los años 40 para acabar con la vida de millones de personas. La última y monumental paradoja de la carrera de un científico tan brillante como polémico.