Que Trump está más cómodo rodeado de presidentes autoritarios está a estas alturas más que claro. Se le vio moverse como pez en el agua con el egipcio Abdel Fattah el-Sisi durante su gira por Oriente Medio, donde no hizo ni amago de alzar la voz en favor de los derechos de la mujer, contra las ejecuciones sumarias o a favor de los periodistas encarcelados durante su puesta de largo internacional en Arabia Saudí. Total, para qué. Business is business, que dirían los ingleses. De entre todos los amigos de dudosa moralidad que se ha echado el americano hay uno que destaca por encima de todos: Rodrigo Duterte, el presidente de Filipinas.
Duterte Maasin, Filipinas, 1945 es lo que viene a ser el más bruto de la clase. Bravuconea con que ha matado asesinos con sus propias manos y no duda en llamar a la carnicería colectiva si es necesario. Sobre los traficantes de drogas filipinos ha dicho en público: "Estaría feliz de masacrarlos yo mismo". Uno de los mitos que circulan sobre él dice que obligó a un turista que se había saltado una prohibición de fumar a comerse el cigarrillo a punta de pistola.

Todo apunta a que Duterte es un sádico de los de libro. Al poco de llegar al gobierno en 2016 lanzó una campaña para luchar contra las drogas. Su método incluye matar a traficantes de drogas y también a drogadictos. Varios grupos de derechos humanos han denunciado que al menos 9.000 personas han sido asesinadas en el marco de esta operación. Al presidente Trump no parece importarle. En abril lo llamó por teléfono para decirle que había oído que estaba haciendo un buen trabajo contra las drogas en Filipinas y simplemente quería felicitarlo.
El estilo de Duterte no es nada nuevo. Ya como alcalde de Davao había lanzado una campaña similar, ue le granjeó muchos apoyos entre los locales, que pedían mano dura contra quienes abusan de la drogas y los que hacen dinero con ellas. Él mismo lo admitió en enero. "Puede ser que acabe descrito en la historia como un carnicero".
Probablemente lo más curioso es que el propio Duterte ha sufrido problemas con las drogas. Según él mismo ha confesado, durante tiempo su médico le prescribió fentanil para tratar un fuerte dolor de espalda y sus migrañas. El opiáceo, terriblemente adictivo, es el mismo que mató al músico Prince en abril del año pasado. Hace décadas, tras descubirir que tiene problemas crónicos en las arterias y el esófago, Duterte había dejado de fumar y beber.

Su infancia refleja todo tipo de atrocidades. Su padre tenía un cargo político destacado, pero eso no impedía que fuera regularmente golpeado por su madre con un látigo usado para los caballos. Durante su tiempo en un colegio jesuita, uno de los curas abusó de él. A menudo estaba metido en peleas y de las represalias policiales se libraba por las conexiones políticas de su padre. A este le dijo que ya que siempre estaba metido en líos, sería bueno que estudiara derecho y así podría defenderse él mismo. Durante el último año de carrera le metió un tiro a un compañero que al parecer lo acosaba.
Muchos filipinos, sin embargo, lo ven como un hombre normal capaz de protegerlos. Los mítines que da están abarrotados con fieles devotos que aseguran que es un hombre capaz de dar afecto a aquellos que lo necesitan, especialmente a los niños. Su promesa de luchar contra las drogas y las bandas violentas lo hace realmente popular entre las clases menos favorecidas, quienes más sufren. A él le gusta presentarse como uno más de ellos. En lugar de dormir en la lujosa residencia presidencial en Manila prefiere irse a su casa más modesta de Davao, donde hace poco que instaló aire acondicionado.

Divorciado desde 2000, durante la campaña electoral dijo que él tenía dos esposas y dos novias y fanfarroneó diciendo que habría que darle un premio al fabricante que inventó la viagra. En un discurso reciente para levantar el ánimo de las tropas militares bromeó diciendo que si cada uno de ellos violaba a tres mujeres, ellos podían esta tranquilos, pues él, su presidente, asumiría la responsabilidad.
El New York Times reveló que un informe preparado en 1998 antes de su divorcio aseguró que Duterte sufre de un desorden narcisista y una tendencia a menospreciar, humillar y violar los derechos de los demás. Él sigue diciendo en público que Dios le habla directamente y no se corta ni un pelo en llamar hijos de puta a Barack Obama o al Papa Francisco. Con sujetos como Trump, sin embargo, se encuentra más cómodo.