Hace casi cinco años que abrió en Cataluña el bar del independentismo, hace casi tres que a mí se me pasaron las ganas de fiesta pero, como a otros muchos, la resaca todavía me dura. Cuando la cosa empezó a coger dimensión, allá por 2012, se abrió la veda, una macrofarra que prometía un futuro mejor para todos, una solución a la estafa y tomadura de pelo económica, democrática y de valores del Estado español. Así que yo, que no sentía ese amor nacional que implica y casi exige este movimiento, que nunca levanté una estelada ni canté emocionada "i, inde, independència" mientras me cogía de la mano para formar una cadena humana, decidí dejarme arrastrar a esa noche de locura y quitapenas.
Pero en el fondo algo me olía raro, había un gusano en mi botella de mezcal y sabía que podría acabar atragantándome. En plena crisis económica y política, el fiestón que ofrecía el independentismo suponía la panacea a todos los males. Planteaba – y plantea - un futuro idílico en el que se arreglarían todos los problemas de todas las generaciones y grupos sociales: paro, corrupción, control económico y, sobre todo, lo haría de forma democrática. Un proyecto político que me convenció igual que a muchos que no prestamos la suficiente atención desde el principio a todas las alarmas de populismo que iban saltando. Algo muy similar a cuando tienes problemas y te pones a salir como un poseso para olvidar tu mierda: aunque durante un tiempo consigas evadirte, tarde o temprano acabarás sufriendo el resacón y no habrás arreglado nada.
Cada vez más amigos y personas inteligentes de mi entorno y abogaban por esta vía y yo, en medio de mi etapa de aprendizaje académico, me aferré a los valores que consideré más provechosos para mí. Los de mis amigos, los de mis profesores, los de mis periodistas favoritos. "Si a uno no le dejan gestionar sus propios recursos, por qué no va a montárselo por su cuenta", era una lógica aplastante con la que a los jóvenes nos es fácil empatizar porque implica libertad para tomar decisiones, poder sobre la propia vida y pedir tus propias copas y dejar de pagar las de los demás. "Es democracia", decían y dicen. ¿Y quién va a ser el valiente que se sitúe —al menos en voz alta— en el bando contrario a la democracia?
Pero, sobre todo, por fin había ese ‘algo’ que movilizaba a mucha gente al mismo tiempo, estábamos todos de acuerdo y le pedíamos algo concreto a la política. Sabíamos lo que queríamos. Si esos señores apalancados en sus sillas no querían hacernos caso por las buenas, sería por las malas. Y oye, nosotros ya habríamos avisado. Pero ojo, ¿de verdad eso es democracia? He visto y vivido el procés desde dentro y desde fuera, laboralmente y como ciudadana, convivido con personas que sienten ese subidón de sentir que algo así es posible y que, además, lo será pronto. Ese patriotismo que —tal vez por aquello de la paja en el ojo ajeno— no consideran peligroso ni populista aunque sí lo sea, sino revolucionario y liberador.
Como en una buena fiesta en la que no se mira el reloj para irse a casa, millones de catalanes nos vimos de repente en medio de una lucha de poderes en la que, para nada, somos los protagonistas. Por si fuera poco, en mi caso la situación venía acompañada de un trabajo que me obligaba, literalmente, a relacionarme directamente con la lucha independentista. Una sobredosis de ‘chupitos indepes’ — esas rondas de última hora que te obliga a beber para que tus colegas no te abucheen y dejen de invitarte — que finalmente me obligó a lanzar una bomba de humo y abandonar una fiesta que podría acabar conmigo.
Como me ocurrió a mí, muchos se han ido en los últimos meses a dormir la mona y, al despertar, recuerdan las tonterías que hicieron estando borrachos. Todo está dejando de estar borroso y los primeros dolores de cabeza, como el juicio a Artur Mas por el 9-N, nos han devuelto a la realidad. Las decisiones teatrales, los discursos pirotécnicos y las cifras contradictorias de los líderes de ambos bandos evidenciaban que al final todo se resume en una disputa por ver quién da su brazo a torcer o quién la dice más gorda. Pero lo peor de todo es darse cuenta de que, después de tanto lío, el cabreo que teníamos antes de la borrachera, el mismo cabreo de siempre.
El cabreo de los recortes en sanidad y educación, de los casos de corrupción de la ya desaparecida CiU — el partido que se supone lidera 'la revolución catalana' —, de los datos engañosos que tanto Madrid como Barcelona se han encargado de manipular a la medida de sus intereses. Todo se ha convertido en una de esas mañanas siguientes tan confusas, tensas, interminables y, sobre todo, agotadoras. Pero aunque muchos estemos pensando ya en continuar con nuestras vidas, seguirán ahí esas personas que necesiten esa fiesta eterna para darle sentido a su existencia. Esa gente sumergida en la Ruta del Bakalao de la política en la que los debates te machacan el cerebro día a día, sin parar, sin detenerse.
Por suerte, eso es lo que tienen las épocas fiesteras, que solo son eso, 'épocas', pero que no duran para siempre. Da igual que se trate de la cantinela independentista o de la música bakalao del Pont Aeri. Pasado un tiempo, echas la vista atrás y piensas en por qué habías estado haciendo esas cosas o pensado de esa forma, y no lo sabes. Simplemente te das cuenta de que eso no iba contigo, que te hizo ilusión por un segundo. Que te lo pasabas bien, pero tampoco tanto y que, después, no te aportó nada más.