Jóvenes Refugiados Cuentan Lo Duro Que Es Vivir Su Sexualidad Entre Rejas

Ser adolescente en un campo de refugiados es una putada a muchos niveles, pero hay uno especialmente desagradable que nadie menciona: la falta de libertad para desarrollar una sexualidad de forma normal,

Ser adolescente en un campo de refugiados es una putada a muchos niveles, pero hay uno especialmente desagradable que nadie menciona: la falta de libertad para desarrollar una sexualidad de forma normal, en un momento de explosiones hormonales y cambios drásticos.

“Voy muy salido”, me dijo un día David no es su nombre real, un chico sirio de 17 años extrovertido que lleva como puede sus episodios depresivos. Hacía cuatro meses que estaba atrapado en la misma tienda dentro de una fábrica abandonada donde conviven unos trescientos kurdos del norte de Siria. A diferencia de otros campos de Grecia, en este viven sobre todo familias. No hay ningún tipo de intimidad: comparten espacio padres, madres, abuelos, jóvenes y bebés. Además, es una comunidad cerrada, donde los rumores corren a una velocidad supersónica y el flirteo no está bien visto.

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“Una chica nunca estaría a solas en una tienda conmigo”, lamentaba David entre risas. Se queja y se lo toma a cachondeo, pero su predisposición para hablar de este tema no es nada común. En general, todo lo relacionado con el sexo en los campos es tabú, especialmente entre los y las solteras. Un secretismo que conlleva desinformación generalizada, falta de protección ante embarazos y enfermedades y frustración para jóvenes como David.

Educación sexual

Como siempre, en este ámbito los voluntarios independientes sustituyen a las organizaciones gubernamentales. “Vamos por los campos haciendo charlas de planificación familiar. Pero solo asisten las mujeres casadas”, explica Àngels, ginecóloga de Rowing Together Remando juntos. Los voluntarios de esta pequeña ONG creada por españoles van arriba y abajo con su ambulancia, atendiendo a mujeres embarazadas y repartiendo métodos anticonceptivos. Lo hacen todo con medios muy precarios, rascando como pueden de donaciones y ahorros. Son la única organización dedicada a esto en Grecia, donde viven aún en campos más de 47.000 personas.

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Free Media/Heat St

“Las mujeres sobre todo muestran mucho interés en las sesiones”, dice Esther, de la misma organización. “Pero nunca preguntan sobre sexualidad pura y dura. Eso sigue siendo tabú”. En los meses que llevan allí, la demanda de métodos anticonceptivos ha ido creciendo: les piden DIUs dispositivos intrauterinos, implantes intramusculares, condones. No parten de cero, ya vienen con cierta información. “Algunas ya llevan el DIU de Siria, pero han estado diez años sin cambiárselo”, comenta Esther.

Eso es, en parte, porque las que ya han parido saben lo problemático que es criar un bebé entre todo tipo de carencias higiénicas, sanitarias y materiales. El invierno griego es tan gélido que estar en una fábrica es como estar a campo abierto. Dar a luz es otro calvario. Rowing Together y otras organizaciones han denunciado que muchas veces se practican cesáreas a las refugiadas que se ponen de parto, para acabar rápido. No les piden su opinión: en los hospitales no suele haber traductores al árabe. “Aunque también nos vienen mujeres que quieren quedarse preñadas. Hay de todo”, dice Esther.

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Khalil Ashawi/Reuters

Gays, lesbianas y transexuales

En esta situación excepcional, que se está alargando de forma indefinida, cada uno hace lo que puede. Pero si hay un colectivo particularmente expuesto son los gays, lesbianas y transexuales. Para ellos es todavía más difícil desarrollar una sexualidad normal. Huyen de la guerra —y, en muchos casos, del odio y la violencia sexual— para acabar metidos en un campo de tránsito, escondidos y con miedo a abrir la boca. Encerrados en sus tiendas. Dentro del armario.

Ese era el caso de Natasha, una transexual paquistaní. Tuvo que huir de Idomeni, el campo masificado que se formó en la frontera con Macedonia, porque las violaciones eran continuas. No había ley ni manera de penalizar a los atacantes. La sacaron de ahí un grupo de voluntarias españolas y la metieron en un piso franco en Tesalónica. Lleva ahí meses, esperando ser acogida en España. Como David, espera salir del limbo burocrático para empezar una vida —también sexual— normal. Sin rejas, ni tabúes.

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Crédito de la imagen: AFP