Supervivientes de Nagasaki cuentan el infierno en el que les metió la bomba atómica

Además de ver morir a familiares y conocidos, sufrieron quemaduras, mutilaciones, deformaciones, heridas internas y cánceres

El 6 de agosto de 1945, los Estados Unidos tiraban la primera bomba atómica de la historia sobre Hiroshima. Tres días más tarde, el 9 de agosto, caía la segunda sobre Nagasaki. En total, 246 000 muertes, la gran mayoría civiles ajenos al conflicto. Este año se cumplen 73 años del último ataque nuclear, pero la bomba atómica se resiste a quedarse en el pasado: todavía quedan más de 26.000 armas nucleares funcionales en todo el mundo.

Para denunciar las atrocidades que se cometieron en el Japón de 1945 y recordar por qué no deben repetirse, Susan Southard retrata la brutalidad de la bomba atómica a través de los testimonios de diversos supervivientes, recogidos en su libro Nagasaki, la vida después de la guerra nuclear. Estas son cinco historias para comprender el horror tras la explosión.

Yoshida Katsuji, 13 años

La bomba cayó a las 11 de la mañana sobre Nagasaki. En el estallido, el centro de la explosión alcanzó temperaturas más altas que el centro del sol. Yoshida, como el resto de entrevistados, se encontraba a las afueras de la ciudad, si no, nunca habría podido contar su historia. La fuerza de la bomba lo disparó cuarenta metros por los aires hasta caer en el barro de unos campos de arroz, lo cual le protegió del calor y, por lo tanto, la vida. A un kilómetro del hipocentro solo sobrevivías si tenías suerte.

Su cara acabó deformada y gran parte de su cuerpo despellejado. Mientras buscaba a conocidos, se cruzó con personas cuya piel de la cara se derretía en sus palmas e incluso una mujer que caminaba con los brazos al aire para no tropezarse con su propia piel. Vio gente tan quemada que no podía ni distinguir su sexo. Acabó el día rendido en un puesto de primeros auxilios, debatiéndose entre la vida y la muerte. Al día siguiente, cuando salió el sol, sus heridas ardían por el calor veraniego. “Era una ejecución lenta”, explica. Durante la mañana del día 10 de agosto, sus padres le encontraron y lo llevaron hasta su casa. Por el camino se desmayó y no despertó hasta diciembre.

Pasados los años, la reinserción en la sociedad fue todavía peor. Sus heridas y deformaciones asustaban a otras personas. Pasó mucho tiempo sin salir de su casa y sin poder optar a un buen empleo. Recuerda que la mayoría de la gente le miraba y algunos niños hasta se ponían a llorar.

Dō-oh Mineko, 15 años

Cuando cayó la bomba, estaba trabajando en la fábrica Mitsubishi. Varias plantas se desplomaron encima de ella. Cuando recobró la consciencia, se dio cuenta de que tenía un hueso salido, todo el costado izquierdo quemado y la nuca llena de cristales y metales clavados. Su padre tuvo que reconocerla por la ropa, porque las heridas habían deformado su rostro. La llevó a un médico para tratarla que le quitó los cristales y el metal incrustado en sus heridas sin anestesia. Dō-oh recuerda el intenso dolor: “grité una y otra vez al médico para que parase y me dejara morir”.

Una semana después de la bomba, estuvo vomitando, sangrando, con diarrea, pus, infecciones, heridas internas y su pelo se desprendió. Fue un síntoma común entre muchos de los afectados por la radiación, la mayoría de los cuales morían por el dolor extremo. Durante las primeras semanas tras la explosión, se extendió el rumor de que era una enfermedad contagiosa, y muchos familiares rechazaron a aquellos que estaban más malheridos.

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En los siguientes años, los niveles de cáncer en los alrededores y en los supervivientes ascendieron hasta cuotas nunca vistas por culpa de la exposición a la radiación. No fueron pocas las personas que, habiendo superado las heridas de la explosión, perecieron por estas enfermedades.

Nagano Etsuko, 16 años

En el momento de la explosión la familia de Nagano estaba separada. Se pasaron los siguientes días buscándose, sin saber si estaban vivos o muertos. Aunque lograron reencontrarse todos, ninguno de sus hermanos pequeños sobrevivió más de un mes. El que estaba en peor estado era el más joven, que se lo encontró sin piel, totalmente quemado. “Es terrible decirlo pero esperábamos con todas nuestras fuerzas que hubiera algún tipo de malentendido, que Seiji estuviera en mejor estado”, confiesa.

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Abandonaron Nagasaki tras la muerte de Seiji y cruzando medio país sin ni tan siquiera zapatos. Su madre cargó durante todo el viaje una urna con las cenizas de su hijo, y su hermana pequeña, Kuniko, cada vez que pasaba un avión por el cielo se escondía llorando y con ataques de ansiedad, aunque la guerra ya había acabado y no había posibilidad de bombardeo. Pasadas unas semanas, Kuniko murió por los efectos de la radiación.

Su madre entró en depresión tras enterrar a sus dos hijos más pequeños y empezó a odiar a Nagano porque la culpaba de no haber hecho lo suficiente para salvar a sus hermanos. Nagano sintió que había perdido su casa, sus hermanos y su madre, así que tuvo que empezar una nueva vida.

Taniguchi Sumiteru, 16 años

Ocho horas después de la explosión, la aviación norteamericana volvió para rociar de metralla lo que quedaba de Nagasaki. Las balas cayeron a pocos metros del rostro de Taniguchi, que había quedado inmóvil en el suelo lleno de heridas. Se pasó una semana abandonado a su suerte mientras la piel de su espalda se pudría, hasta que su abuelo logró encontrarlo. Estuvo más de un año yendo de operación a operación, e incluso unos periodistas estadounidenses realizaron un vídeo sobre el doloroso tratamiento de su espalda. Sin embargo, el metraje fue censurado durante 25 años por los Estados Unidos, que no querían que la opinión pública supiera las atrocidades que había cometido la guerra nuclear.

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Pasó el resto de su vida con tumores y ampollas en la espalda, nunca logró recuperarse y tuvo que someterse a duras operaciones. La que recuerda con más dolor, un cambio completo de la piel. Para combatir el negacionismo internacional sobre los efectos de la bomba atómica y los síntomas en la población superviviente, que él estaba sufriendo en su propia piel, enfocó su carrera profesional al activismo antinuclear, viajando por todo el mundo para romper la censura y el silencio.

Wada Kōichi, 18 años

En agosto de 1945 trabajaba como conductor de tranvía. Cuando cayó la bomba estaba descansando en una estación de ferrocarriles. Frente a sus ojos, la ciudad de Nagasaki desapareció bajo una intensa luz blanca en tan solo sesenta segundos. La estación se derrumbó encima de él. Cuando recuperó la consciencia eran las doce de la mañana, pero la nube atómica había cubierto el sol y parecía que era de noche. Lo que más le sorprendió fue el silencio. A excepción de algunas víctimas que gritaban el nombre de sus familiares, la mayoría no hablaban, caminaban en silencio, devastadas.

Aunque Wada se dedicó a labores de rescate inmediatamente tras la explosión, con los años volvió a su empleo como conductor de tranvía, pero rehacer su vida no iba a resultar fácil. Se extendieron rumores de que las personas expuestas a la radiación podían tener hijos con mutaciones y se convirtieron en parias sociales, siendo constantemente rechazados y con dificultades para construir una familia. Wada se casó con otra superviviente de Nagasaki, y en cuanto se quedó embarazada un médico desinformado les aconsejó no tener hijos para evitar malformaciones graves. “Estas palabras fueron una puñalada en el corazón de mi mujer”, explica. Sus hijos nacieron sanos, pero nunca les hablaron de la bomba, no se sentían con fuerzas para recordar.

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La bomba atómica detonó en un minuto, pero sus efectos condicionaron durante toda su vida a Yoshida, Dō-oh, Nagano, Taniguchi y Wada. Sufrieron constantemente enfermedades, traumas psicológicos y estigma social por culpa de una decisión políticomilitar. En una época en que parece que el recuerdo de la guerra nuclear se ha perdido y las amenazas atómicas vuelan de tweet a tweet, es imprescindible seguir escuchando sus historias para no volver a cometer esta barbarie.