Decidí dejar que mi relación se apagase en vez de romperla

Él iba en una dirección y yo en la opuesta. Acabábamos de pasar otra tarde paseando y escrutando hasta la saciedad nuestros siete fallidos años de relación

Y me equivoqué. O no. No lo sé.

La última vez que le vi fue en un andén de metro. Él iba en una dirección y yo en la opuesta. Acabábamos de pasar otra tarde paseando y escrutando hasta la saciedad nuestros siete fallidos años de relación. Hay parejas que viven en un tarro de miel hasta que de pronto se acaba y se separan. No era nuestro caso. Nosotros habíamos tenido varios intentos de ruptura e incluso llegamos a conseguirlo durante un tiempo que para muchos sería de no retorno. Pero siempre caíamos en la trampa de pensar que “esta vez nuestros egos no se volverían a interponer en nuestra relación”.

Pasada la tregua de rigor, aparecían de nuevo los reproches, las luchas de poder, los “y tú más”, los “yo tengo razón”, y se acomodaban entre nosotros como Pedro por su casa. Se ponían las zapatillas, el batín, bajaban la persiana para ensombrecerlo todo un poco y no dejaban espacio para nada más. Amanecíamos preguntándonos cuál sería el motivo por el que discutiríamos ese día. Por eso que "dijiste ayer sobre mi madre", porque "tus amigos son unos idiotas", por ese "plato que lleva ahí desde el sábado" o porque "hoy tampoco has bajado la basura".

Eso, cuando no caía una de las gordas. De las de “porque aquellas navidades”, o “aquel viaje en el que hiciste”, o “aquel regalo que no me hiciste”, o “aquello que dijiste delante de”... Y así pasaban los días, con un clima de capital norteeuropea en que la lluvia y las nubes dejan paso a cinco días de sol al año que te hacen mirar atrás y preguntarte si realmente hubo algo a lo que se le pudiera llamar verano.

Hasta que un día cualquiera dijimos “se acabó”, pero no de los de “cojo las maletas y me marcho”, sino de “a ver ahora qué hago”. Porque este tipo de relaciones se enquistan dentro de uno hasta tal punto que no puedes imaginar tu vida sin su paraguas. Así que no hicimos nada. Empezamos a hablarlo. A evocar cada tantos días la posibilidad de dejarlo. Al principio parecía una aberración, pero poco a poco fue tomando forma. Empezamos a mencionarlo a nuestros incrédulos seres queridos y a asegurarles que parecía que esta vez iba en serio.

Yo le acompañaba a visitar pisos y luego él me ayudaba a elegir bolso. Porque a veces hacíamos como que se nos olvidaba que lo estábamos dejando y nos acomodábamos en la familiaridad de “con un gesto saber qué estás pensando”, de “con tu aprobación me siento más seguro”, de “eres la primera persona en la que pienso cuando me ocurre algo digno de contar”.

Por un momento parecía que la idea de ayudar al otro a superar la ruptura contigo mismo no era una idea tan descabellada. Tal vez recordándole lo malos que fueron los malos momentos olvidaría lo buenos que fueron los buenos. Y que las fauces de nuestra tormentosa relación habían engullido gran parte la última década. Y que no habría finales felices, ni perdices, ni niños que se fueran a llamar como tanto nos había costado consensuar.

Al final instauramos ese extraño régimen de paseos en los que analizábamos todo lo que habíamos hecho mal mientras se nos escapaban los “cómo está tu padre” y los “qué mayor está tu sobrino” intentando demostrarnos a nosotros mismos y a nuestro ya agotado entorno que podíamos romper sin arrancar y sanar sin distanciar.

Pero la última vez que le vi fue en un andén. Él iba en una dirección y yo en la opuesta. Su metro llegó primero. Se sentó. Me miró. Le hice una mueca. Se rió y desapareció.