Carta abierta a la madre que a veces no soporto pero que siempre quiero

Querida madre que me parió bendita la ironía:De niña eras mi ídolo. Eras la Mujer Maravilla. Me preparabas huevos fritos perfectos, me contabas cuentos increíbles, me soplabas las heridas y... ¡volabas!

Querida madre que me parió bendita la ironía:

De niña eras mi ídolo. Eras la Mujer Maravilla. Me preparabas huevos fritos perfectos, me contabas cuentos increíbles, me soplabas las heridas y... ¡volabas!

Pero a medida que crecía, algo empezó a torcerse. Una burbuja conflictiva se inflaba periódicamente antes de cada bronca sobre mis notas, mi ropa o la hora de llegada. Y de un día para otro, allá por mi adolescencia, dejaste de ser la Mujer Maravilla. Ya no volabas. En su lugar, te convertiste en el enemigo público a batir: el súpervillano y antagonista de mis aventuras, que solo tenía como objetivo ponerme límites y darme consejos no solicitados. Cualquier comentario se convertía en metralla.

La complicada naturaleza de nuestra relación fue abrumadora; a veces, la casa se convertía en una batalla campal, donde el "¡vete a tu cuarto!" definía las treguas de vuelta a la trinchera. Pero lo gracioso es que durante aquel tiempo nunca perdí de vista una realidad imperial.

Nuestra relación se basa en el fundamento del amor, y eso no puede cambiar

No siempre pude aceptar tus consejos. Mi sensación era la de que solo yo comprendía por lo que estaba pasando. Olvidaba que por donde yo pasaba tú ya habías estado. Ya habías sufrido y superado todos mis conflictos, y ahora intentabas trazarme un mapa. Y es que a pesar de la brecha generacional, hay ciertas experiencias que son universales.

Tú me conocías mejor que yo misma. Sabías lo peor de mí: si hubiera sido una psicópata, tú habrías adivinado dónde escondía los cadáveres probablemente bajo el montón de ropa que amontonaba sobre la silla y que me negaba a recoger. Pero también eras la única que sabía todo lo bueno que había en mí. La única que sabías cuánto valía.

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Por más perdida que me sintiese, sabía que tú siempre estabas detrás para cubrirme las espaldas y susurrarme palabras de ánimo en la peor de las situaciones. Solo querías asegurarte de que tenía un plan, y querías ayudarme a construir el camino hacia el éxito. Solo querías que fuese feliz.

Nunca me olvidas

Ni yo podría hacerlo aunque quisiera. Pese a que te pongas loca cada vez que no responda al teléfono o sigas creyendo que cualquier esquina es buena para que a alguien se le ocurra secuestrarme. Aunque te entrometas en mi vida personal y me preguntes cien veces si como bien, y aunque aún no entiendas del todo a qué me dedico.

Nada de eso importa, porque nos pongamos como nos pongamos, soy parte de ti. Sangre de tu sangre en el sentido más literal de la palabra, y esa es una unión tan espeluznante como asombrosa, mágica e inigualable. Siempre nos llevaremos dentro.

En general doy tan por descontado tu amor incondicional que a veces se me olvida agradecértelo. Me distraigo, y lo cuento simplemente entre tus obligaciones de madre. Pero de vez en cuando me gusta recordar lo inmensamente afortunada que soy de tener ese amor. De tenerte a ti. De tenernos a nosotras.