9 cosas que comprendí tras una semana sin quejarme

Quejarse es un vicio universal: no entiende de fronteras, de clases sociales, de género o de edad. Vayas donde vayas, domina las conversaciones cotidianas, envenena el corazón humano y corroe buena parte de las relaciones. Una cultura del lamento pla

Quejarse es un vicio universal: no entiende de fronteras, de clases sociales, de género o de edad. Vayas donde vayas, domina las conversaciones cotidianas, envenena el corazón humano y corroe buena parte de las relaciones. Una cultura del lamento planetaria que heredamos generación tras generación. Así que decidí mirar dentro de mí y someterme a una semana de abstinencia para comprobar hasta qué punto la quejiadicción condiciona mi visión del mundo. Las conclusiones, contrastadas y complementadas por Vanessa Carreño, de Coaching to Be, son las siguientes:

La queja es natural

Es posible, y conveniente para no intoxicar el mundo, controlar las quejas que exteriorizamos, pero es imposible huir de los pensamientos y emociones quejicosas que determinadas situaciones despiertan en nosotros. La clave no pasa por reprimir estas quejas, sino por modificar nuestra relación con ellas cuando hacen acto de presencia. ¿Cómo? Muy sencillo: observándolas. Solo con estudiarlas desde la distancia, sin juicios, evitaremos identificarnos con ellas y absorber toda la negatividad que rezuman.

La queja camufla a la queja

Vivimos tan absortos en nuestro relato quejumbroso que no percibimos el grado de quejas de quienes nos rodean. Pero una vez que comenzamos a observar nuestras propias quejas, nos volvemos mucho más conscientes de la negatividad que flota en el ambiente. Es un aire viciado de disgusto y reproche. Sin embargo, dice Vanessa Carreño, conviene recordar que el cambio es una puerta que se abre hacia dentro. No podemos cambiar a los demás. Y esto es esencial para no caer en el círculo absurdo de quejarnos sobre lo mucho que se quejan los demás.

La queja es una marioneta del ego

Nuestro egocentrismo es tan intenso que, en el fondo de nuestro corazón, creemos que el universo debe conspirar para satisfacer nuestros deseos. Que todas las personas y todas las circunstancias deben obrar en pos de nuestra felicidad. Cada queja, cada pataleo, cada lamento, es una reacción a cada momento en que descubrimos que estamos equivocados, que no somos los protagonistas de la gran película. Entonces nos acomodamos en el papel de víctima. De las relaciones, de la sociedad, de la vida.

La queja y la empatía no son grandes amigas

Caminas deprisa por el metro, alguien te frena el paso con su lentitud y suben por tu garganta la ira y la protesta. No analizas cuáles son las circunstancias que hacen que esa persona camine lento. Tampoco te planteas si tus prisas son sanas. Solo ves a ese otro ser como un obstáculo en tus intereses. Según Carreño, queremos que los demás sean como creemos que deben ser, sufrimos cuando no lo son y les culpamos de ese sufrimiento a través de nuestras quejas. Cuando comienzas a observarlas y darles el valor que merecen, la empatía crece enormemente.

La queja roba espacio y tiempo al agradecimiento

Las energías anímicas son retroalimenticias. Cuantas más quejas lanzamos a la atmósfera, más energía negativa crece en nuestro interior. Cuanta más gratitud lanzamos a la atmósfera, más energía positiva crece en nuestro interior. Mientras estemos tan ocupados centrando nuestra atención en la crítica malhumorada y estéril, nos perderemos los vastos beneficios de sentirse agradecido. Después de todo, y como cuenta Vanessa, poner el foco en lo que hay, en lugar de en lo que falta, nos convierte en seres más conscientes y nos aporta serenidad, paz y alegría.

La queja no es atractiva

Una actitud llorona es tan erótica como una pared con gotelé. Un antiafrodisiaco natural. Por eso preferimos rodearnos de personas optimistas, pacientes y armónicas. Porque cuando estamos cerca de ellas, absorbemos su energía positiva y nos sentimos más felices. En palabras de Carreño, los ambientes cargados de quejas hacen difícil mantener el optimismo, pero si perseveramos, el resto de personas no podrán mantenerse en esa actitud. Cambiar nuestra relación con la queja afecta al modo en que nos tratan los demás.

La queja puede ser útil

En ocasiones, ante determinadas circunstancias, la queja puede brotar en nuestra cabeza de manera espontánea. En lugar de dejarnos arrastrar por su marea, podemos usarlo como punto de partida para dinamizarnos y buscar una solución. El simple hecho de romper con la idea de víctima con la que nos hemos identificado de manera equívoca, de empoderarnos y sentirnos dueño de la situación, es suficiente para proporcionarle a tu mente cierta dosis de bienestar. Yo lo llamo mover el culo. Carreño prefiere llamarlo ser proactivo. Sea como sea, es esencial.

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La queja puede ser inútil

En algunas circunstancias, las situaciones que provocan la queja no tienen solución o, al menos, no tienen una solución que dependa de nosotros o que podamos aplicar ahora. Quejarse, por tanto, toma la forma de vicio improductivo que no hace sino aumentar la carga dolorosa de la situación. En ese momento, la única alternativa es la aceptación. Eso no significa que la situación deje de ser triste, pero aceptar que está ocurriendo, que es parte de tu vida, en lugar de revolverte contra ella cuando no tiene solución, proporciona cierta serenidad.

Del odio al amor hay más de una semana

Aunque esta semana ha sido reveladora, modificar nuestra relación con la queja requiere tiempo y dedicación. Si a lo largo del proceso sientes dudas o frustración, recuerda estas palabras de Carreño: "Siempre habrá pasos atrás. Eso forma parte del camino. Lo importante es no identificar esos hábitos quejicas con nuestra identidad. Desde ahí, poco a poco, abrimos la puerta para el cambio. Hemos de reconocérnoslo como un logro fruto de nuestro esfuerzo. Saber premiarse es fundamental para seguir motivados y no rendirnos hasta alcanzar el objetivo".