Si la Habana fuera una persona sería una mulata de pelo corto y rizado que fuma desde la ventana con el descaro propio de aquel que no tiene nada que perder. Si fuera una canción sería Chan Chan, cantada por un grupo de mulatos sentados en la esquina de cualquier plaza, mientras beben ron caliente y acompañan con la mirada a cada mujer que pasa. Si fuera un poema sería Simultáneamente, de Rikardo Arregi, porque los cubanos tienen este sentimiento más arraigado que su propio nombre: están orgullosos de su tierra pero al mismo tiempo harían lo que fuera por abandonarla.
Más allá de los documentales, películas y libros sobre la capital cubana existen otras realidades a las que sólo puedes acceder estando allí. La Habana no es solo la cuna de viajes de estudios de fin de carrera ansiosos por probar el 'producto nacional'. Tampoco es solo el pasaje previo a unas vacaciones idílicas en Varadero. No es solo el malecón que la envuelve, ni la silueta del Che Guevara clavada en la fachada de un edificio.

Si te alejas del casco antiguo, del hotel asignado, de las típicas rutas, vas a descubrir otra ciudad. Una nueva Habana en la que no hay habitación sin desconchones, casa sin propuesta indecente ni baile con sinceras intenciones. Te hablo de un lugar en el que las horas pasan lentas, el calor se pega a la piel y cada objeto viejo se puede reinventar. En la Habana de verdad se cocina sin aceite, la cosmética es un lujo y el sexo es la moneda con la que se paga todo lo que no sea “un bien de primera necesidad”.

En la Habana sin censura hay gente que se gana la vida ayudando a otros a tirarse al mar, buscando un destino mejor, soñando con lujos tales como un móvil con Internet o unos zapatos nuevos, justo en el Estado de en frente, ese mismo que aparece en muchos carteles al lado de la palabra “genocidio”. Fuera de los confines del típico visitante podrás ver las salas en las que de verdad se baila, esas que sólo conocen los cubanos, subterráneas en hoteles antiguos, con olor a sudor y a vida, simples preliminares a noches de pasión.
Totalmente alejado de esos confines se escuchan discursos en voz baja que dicen que “papá” se irá algún día, haciendo el gesto -más que familiar- de la perilla. Se prestan lo que haga falta, comparten cena con el vecino, se avisan cuando algún turista se acerca y puede ser una fuente de algo, de lo que sea, a veces medicinas, a veces ropa, a veces revistas usadas. Se cuentan lo que hubieran querido ser, unos abogados, otros dueños de una gran empresa, en ocasiones modelo de esas que salen en las revistas que se van pasando entre ellos, siempre recicladas.

Y a pesar de todo, del plato de arroz de menú un día sí y otro también, de los escaparates que sólo sirven para sentir frustración, o de no poder combatir un simple dolor de cabeza; a pesar de que a veces no hayan servilletas o papel higiénico, que no tengan ganas de ir a trabajar porque da lo mismo o de que pasen los años y todo siga igual, saben disfrutar de la vida.
Se reúnen a beber ron y a cantar a Silvio Rodríguez, bailan bachata en cualquier sala la noche que se les antoja, se alegran los días con piropos y ánimos que ni ellos saben de dónde han podido sacar, se cuentan cotilleos de ventana a ventana con más complicidad que vergüenza, y se enamoran perdidamente en el Malecón.

Se enamoran de ellas, de ellos, de las puestas de sol, de los carros antiguos de colores, del mar que les calma, del ron que les anima, y de Cuba, esa isla que tan especiales les hace y que les deja tatuada el alma.