"¿Es un niño?", pregunta en árabe sin despegar la mirada de los huesos. Tendrá unos seis años y agarra fuerte la mano de su padre, frente a la vitrina que encierra un esqueleto que podría ser el suyo. El cristal está marcado con las manitas curiosas de los que han pasado antes por ahí, no más de una docena esta mañana. "¡Claro que no! Es un chimpancé", asegura el padre con más convencimiento pero igualmente perdido. Situado en el corazón de Cisjordania, el zoo de Qalqilya puede ser aterrador para un visitante incapaz de disfrutar de la versión más sórdida del mundo animal.
El esqueleto de simio destaca en el centro de una cueva artificial iluminada en verdes, rojos y azules, donde también hay decenas de ejemplares disecados: un cocodrilo furioso, un león enseñando las fauces, osos en actitud amenazante, monos que parecen enfermos de rabia. Ni siquiera en las cebras o las jirafas petrificadas queda rastro de ternura o majestuosidad, los dientes sobresalen más que de costumbre, los ojos falsos brillan de locura inerte.
"Sí, puede ser perturbador. Pero quería que mantuviesen su estado más natural, más salvaje", explica el doctor Sami Khadr, responsable del zoo. "¿Los disecó todos usted?", le pregunto conteniendo mi estupor. "Era lo único que podía hacerse", me responde Khadr que narra con particular estoicismo la trágica historia de un zoo masacrado colateralmente durante la Segunda Intifada. En esta ciudad palestina asentada en plena Línea Verde –la polémica frontera que les separa de Israel–, el alimento y las medicinas empezaron a escasear y muchos animales murieron de inanición o de enfermedades que podrían haber sido tratadas.
Otros se intoxicaron con el gas lacrimógeno lanzado por los soldados israelíes para reprimir las revueltas próximas al zoo, e, incluso, algunos sufrieron traumatismos fatales al correr descontrolados y golpearse contra sus jaulas, aturdidos por el ruido de los disparos. Khadr, hasta ese momento veterinario, se convirtió entonces en un taxidermista autodidacta, decidido a conservar, de una forma u otra, los animales a los que tanto esfuerzo había dedicado.
Ahora, la fauna disecada se extiende siniestra por una cueva falsa, presidida por un letrero que la reivindica como Museo de Historia Natural. La presencia inquietante de las figuras, sin embargo, recuerda más a un museo de cera barato, donde nadie parece ser quien fue. Pero en esta exhibición de posguerra hay una colección de ejemplares aún más macabra que la de animales disecados. En las vitrinas que adornan la salida de la cueva, se exponen decenas de frascos con fetos flotando en formol, criaturas blanquecinas de especies casi irreconocibles que nunca nacieron.
La escalada de violencia hizo abortar a sus madres o directamente las mató. Algunos de esos frascos contienen seres con malformaciones: una cabra con dos cabezas, un pato con dos picos... Por haber hay hasta tumores extirpados a animales muertos que se exhiben junto a los fetos. "¿Por qué los ha conservado?", le insisto sin acabar de creerme lo que estoy viendo. "Este es un lugar de aprendizaje, y de todo se aprende", vuelve a responder con todavía más convicción que al principio.
Fuera de la cueva, a la luz del día, la visita continúa menos tétrica pero igualmente desoladora. El zoo alberga alrededor de 160 animales vivos y muy pocos parecen sanos y felices. La hiena se esconde aterrorizada en una esquina de su jaula. El oso, que hace unos meses fue noticia por arrancarle el brazo a un niño y devorarlo sin contemplación, descansa panza arriba en un arenal sin un atisbo de sombra. Los dromedarios han perdido gran parte de su pelaje y tienen un aspecto enfermizo. El león, castrado y sin melena, yace famélico como si esperase trasladarse pronto al Museo de Historia Natural. Este felino llegó hace unos años del parque Ramat Gan, cercano a Tel Aviv, y fue apodado como “el rey de la paz” por la prensa local.
Al igual que él, muchos de los ejemplares son donaciones de otros zoológicos, donde quizá querían deshacerse de los animales estériles, viejos o enfermos. Al menos, eso parece dar a entender el doctor Khadr, que reconoce la falta de recursos y la dependencia del exterior, sobre todo de Israel. Ningún animal puede entrar en Qalqilya sin la autorización del Estado judío, que controla todos los accesos a territorio palestino. En realidad, tampoco pueden hacerlo las personas. Gran parte de la ciudad está cercada por el muro de hormigón que los israelíes levantaron durante la Segunda Intifada, y que continúa extendiéndose por toda Cisjordania.
"Dicen que este es el único zoo bajo ocupación en el mundo. ¿Alguna vez siente la tentación de rendirse?", continuo con mi esfuerzo titánico por entender algo de lo que estoy viendo. Una pregunta clave a la que Khadr tiene una respuesta preparada: "Los animales no entienden de política". Responde a las preguntas más duras con ambigüedad, bordeándolas para evitar el victimismo o la beligerancia. Para ilustrar la historia de Qalqilya, nos ha invitado a su despacho: junto a los estantes que almacenan pilas de archivos sobre animales vivos y muertos, una colección de viejas noticias sobre el zoo empapela las paredes.
En muchas de ellas aparece la fotografía del propio Sami Khadr, sonriendo a la cámara como un héroe del pueblo. Empezó a construir el zoológico en 1986, con la ayuda de veterinarios israelíes, y logró mantenerlo durante la Primera Intifada, en la que unos doscientos niños fueron asesinados por lanzar piedras contra los soldados judíos. Los Acuerdos de Oslo abrieron una etapa de relativa estabilidad, que permitió al zoo ampliar sus instalaciones, traer nuevas especies y recibir miles de visitantes cada año. Familias israelíes y palestinas convivían en el parque, que se convirtió para algunos en un símbolo de la reconciliación.
Sin embargo, cuando los palestinos comprendieron que la independencia prometida en Oslo no iba a llegar y estalló la Segunda Intifada, mucho más virulenta, Israel respondió levantando muros y alambradas, instalando nuevos controles y bloqueando las carreteras. Los movimientos en Cisjordania quedaron tan restringidos que el zoo perdió casi todos sus visitantes. Los palestinos de otras ciudades no podían llegar hasta allí, y los israelíes ya no querían hacerlo. Al mismo tiempo, los animales caían como moscas, atrapados en jaulas dentro de una jaula mayor, sin que el doctor pudiera hacer otra cosa que convertirlos en momias de exposición.
El Museo de Historia Natural continúa creciendo como un mausoleo para las víctimas menos conocidas de un conflicto que sigue lejos de resolverse. Todo el zoo está envuelto, en realidad, por el halo de tristeza, hambre y parálisis que la resistencia palestina intenta combatir. "¡Mirad a quién tenemos aquí!", suelta de repente el veterinario. De su maletín asoman de pronto unas manitas rosas y algo peludas. Es una mona de pocos meses, a la que deja salir y unirse a la entrevista, como un abuelo que sienta al nieto en sus rodillas para olvidarse de la guerra y empezar a hablar de cosas bonitas. La mona parece despierta e inquieta, aunque es obediente y tímida ante la cámara. La llamaron Lozza algo parecido a ‘almendra’, en árabe, porque nació mientras los almendros florecían.
Viendo la esperanza con la que sujeta a Lozza no puedo evitar cuestionarle sobre sus planes para el zoo. Su cara se ilumina. A Khadr, que además de veterinario también es taxidermista, traductor de textos de zoología, hombre de negocios y ciudadano activo en su comunidad, se le llena la boca hablando de sus grandes proyecto como haría alguien decidido a liderar su propia revolución. Construirán mejores jaulas y modernizarán todo el recinto para adaptarse a la normativa internacional, llegarán nuevos animales y los visitantes vendrán de todas partes. Ese es el sueño de Sami, como le conocen en la ciudad.
El resto del zoo puede ser un lúgubre muestrario de desdichas, pero en esta habitación destartalada donde se amontonan los documentos y llevamos a cabo nuestra particular entrevista, la resiliencia de Khadr y Lozza se contagia. Me hace pensar que, entre todos los animales momificados que decoran el despacho, hay uno, en realidad dos, que se resisten a quedarse quietos. A que los muros del ejército de Israel disequen su voluntad de seguir preservando un lugar que, aunque sea uno de los más tétricos que he visto, para Khadr y la gente de Qalqilya es una manera de seguir luchando contra el sinsentido de las armas.