Cero tenía 14 años cuando conoció a Uno y perdió la cabeza por él. Fue la primera vez. A los 14 años le habían gustado un par de chicos, pero les había llorado siempre desde la distancia, jamás había sucedido absolutamente nada con ninguno. Ni siquiera fantaseaba con un beso, o tal vez lo hacía pero a un nivel completamente irreal. De esos niveles en los que imaginas cosas que jamás harías, como robar un banco, o pelear contra un ninja.
Uno estaba de intercambio un mes en el instituto de Cero, donde ella le miraba con mucha intensidad, como si a través de su fijado silencio quisiera transmitirle muchas cosas. En su cabeza sonaba alguna canción apropiada que acompañaba el momento, y resolvía la duda de si le estaba mirando con interés o de si solo era la niña despistada del colegio que se quedaba en Babia. Aunque para Cero estaba clarísimo, y le parecía que Uno no podía confundirse. En las películas pasaba así.
Alguien podía haberle dado una bofetada en aquel instante, Uno concretamente. Pero no. Resultó que aquel adolescente al que Cero miraba atónita, también había visto muchas películas y su coco estaba tan lleno de historias como el suyo, y milagrosamente se fijó en ella.
La invitó a salir la última tarde antes de irse, y ella, por supuesto, se puso histérica. Debe de ser por eso que solo recordó después trazos de todo un día, aunque logró conservar un momento mágico, ese sí. De esos momentos de cuento, que no se pueden dejar escapar. Cuando algo absolutamente romántico o singular sucede. A veces, de hecho, no tiene que suceder nada, pero el lugar en el que nos encontramos o el modo en el que el sol amanece ese día, nos provoca una suerte de pinchazo que indica: “Recoge este momento”. Y recogerlo significa guardarlo con todas nuestras fuerzas. Recordar a qué huele el aire, a qué sabe, recordar cómo caía el sol, en qué posición nos encontrábamos, si estábamos cansados, despiertos o somnolientos. Tratar de memorizar cada detalle, porque la memoria es una víbora despiadada que arrasa con todo lo “irrelevante”.
A Cero le sucedió esto durante aquella vuelta lacrimógena hacia la estación del tren. Uno y ella se subieron a un autobús de línea que iba vacío, ya era de noche y las luces de la ciudad volaban a su alrededor. Cero estaba triste porque él se iba, pero estaba más feliz porque aún le tenía consigo. Y entonces él se arrodilló y riendo le propuso:
“Si algún día nos volvemos a ver y estamos solteros, ¿te casas conmigo?”

Cero le dijo que estaba loco, pero rió a reventar y aceptó su anillo de maíz. Se despidieron en el andén del tren, como pasa en las películas. Y finalmente, cuando Uno estaba a punto de irse, Cero le dio un beso. Fugaz y atropellado, a penas un besito infantil, casi imperceptible. Pero tras haberlo amado a distancia, aquella primera cita, y una despedida en el andén de una estación, necesitaba un beso. Aunque fuese un beso tan tímido como aquel, su espíritu romántico no la habría perdonado si no lo hubiese hecho. Aquel era el momento perfecto para recibir el primer beso.
Contuvo las lágrimas como pudo hasta que Uno se marchó aquella tarde de invierno. Los viajeros pasando briosos, las voces... Cero pasó semanas llorosa, meses triste, y escribió cursilerías infinitas en sus diarios. Se llamaron continuamente al principio, después frecuentemente, al final ocasionalmente.
Perdieron la magia, porque la magia se acaba perdiendo, sobre todo cuando la dejas marchar así. Cero tenía 14 años, era una niña, así que emborronó esas vivencias con el paso de la edad y la ironía que se ríe del primer amor. Y es cierto que los primeros amores nos suelen parecer graciosos a todos, pero a veces estamos tan preocupados en desacreditar aquellos primeros sentimientos, que olvidamos la belleza de un amor puro y absolutamente inocente que jamás volvemos a vivir. Porque cuando pasa el tiempo nos damos cuenta de que los sueños compartidos, las despedidas a lo Casablanca en una estación de tren, o las pedidas de mano en autobuses de línea no suceden todos los días. No suceden casi nunca.
Y entonces empezamos a apreciar la magia desde un prisma muy distinto, nos damos cuenta de que aquellas tonterías de las que llegamos a reír fueron mucho más singulares y especiales de lo que jamás imaginamos.
Toda historia de amor es un pequeño tesoro, sobre todo si es la primera. Y aunque el tiempo y todas las historias vividas nos cambien, y nos lleven por rutas inesperadas, siempre que miremos hacia atrás, lo haremos con cariño. Esa sonrisilla que nos sale a flor de piel y no podemos evitar.
Crédito imagen: massimo ankor vía Flickr Música: massimo ankor
Locución: Israel Navarrete y Israel Navarrete
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