Me ha pasado desde que tengo memoria. Podía ir tranquilamente en el metro o estar esperando a que llegara el autobús. Tal vez me hallara en la biblioteca, mirando distraídamente un libro o unos apuntes, o quizás estuviera dándolo todo en una discoteca. Estaba a mi aire pero una parte de mi cerebro permanecía atenta a lo que me rodeaba. Y, entonces, en medio de la masa, una persona resaltaba sobre las demás. No tenía por qué ser la más guapa ni la más especial. Tampoco tenía que ver con que me gustara un tipo concreto de persona, ni con sus características físicas ni con su estilo a la hora de vestir. Para esas cosas nunca he tenido manías. Pero había alguien que, por lo que fuera, me llamaba la atención. Y, en ese momento, empezaban a galopar los caballos de mi cabeza y, en cuestión de segundos, ya me había montado mi historia de amor.
Si estaba en la biblioteca, imaginaba que esa persona que me había gustado ¿por sus gafas, tal vez? ¿por la expresión de hastío, muy parecida a la que yo debía de tener, con que se enfrentaba a sus tareas? alzaba la mirada y se encontraba con la mía. Tras unos segundos de duda, me sonreía, se levantaba y se acercaba a mí. "¿Tomamos un café? Tienes pinta de necesitar un descanso". Después, una escena de risas y de descubrimiento de puntos en común. Un roce en el brazo, un "cómo me alegro de haber dado este paso, no es nada propio de mí", el obligatorio intercambio de teléfonos y la firme propuesta de vernos al día siguiente. Para cuando mi cabeza estaba llegando al momento en que dudábamos entre besarnos o no, levantaba la vista y mi futura pareja ya había abandonado su mesa. Me había entretenido tanto imaginando nuestra historia que me había olvidado de intentar hacerla realidad.

Y si esto me pasaba con gente a la que no conocía de nada, supongo que no tengo que explicar qué pasaba cuando estaba, de verdad, hablando con alguien. En cada frase, en cada mirada, en cada gesto, estaba buscando la señal. ¿Es quien busco? ¿Es esta persona que me habla el amor de mi vida? No lo pensaba con esas mismas palabras, no se me iba tanto la pinza. Hasta a mí me habría dado vergüenza admitir que estaba buscando al amor de mi vida cada vez que hablaba con alguien. Era, simplemente, que estaba alerta. Estaba recabando información y, por lo general, la información era la que quería que fuera: podría ser. Sí, podría ser. Siempre hay señales para quien quiere encontrarlas. Cada persona que tenía delante podría acabar siendo importante para mí.
Por eso, cada vez que tenía una cita, los nervios se apoderaban de mí como termitas. La misma comezón y el mismo cosquilleo. Y mientras yo estaba cenando delante de alguien, al mismo tiempo, mi imaginación empezaba a proyectar como un arquitecto. Fabricaba qué iba a pasar cuando saliéramos del restaurante, qué paseo íbamos a dar y cómo iba a terminar la noche, cuánto tardaría en llamar o en recibir un mensaje al día siguiente. Como si no me bastara con vivir lo que estaba viviendo. Parecía que me gustaba más imaginar qué iba a pasar que vivirlo.

E, inevitablemente, acababa llegando la decepción. Porque nadie puede estar a la altura de una imaginación rápida y experta. Porque, en realidad, no me estaba enamorando. Creo que ni siquiera era que, como le pasa a mucha gente, me hubiera enamorado del amor. No es que me resultaran adictivos la emoción, los nervios, esos días maravillosos en que conoces a alguien por dentro y por fuera. No. Creo que, más bien, quería saltármelo. Creo que, para mí, el enamoramiento era un trámite por el que había que pasar para llegar al futuro. No quería vivir el enamoramiento, quería llegar a la meta. Y si para llegar a la meta tenía que tener citas y conocer a alguien y mirar el móvil compulsivamente y hacer todas esas cosas que había visto y leído que se tenían que hacer, pues las hacía, porque lo que quería era encontrar a mi persona. Quería llegar a la meta.
Claro que, en realidad, no hay meta. El amor no tiene que ver con acertar ni con dar con la persona indicada. Tiene que ver con el proceso que vives con esa persona, con lo que vivís juntos y con lo que decidís, conjuntamente, que queréis seguir viviendo juntos.
Pero, seguramente tú también te has dado cuenta, es mucho más fácil imaginar una historia de amor que permitirse vivirla.