Todos conocemos el famoso dicho que reza aquello de “entre el amor y el odio hay un solo paso”. Sí, pero ¿cuánto es de grande o de largo? ¿Por qué, en tan poco tiempo, podemos pasar de palpitar en favor de alguien a revolucionarnos en su contra?
Está el pequeño paso, que repetido en infinidad de ocasiones se convierte casi en un peligroso sprint. Ese tira y afloja que llevan algunas parejas. Hoy te quiero, mañana te quiero matar. Esas relaciones tormentosas que crean adicción. La pregunta es: ¿Hasta cuándo podrán mantener el equilibrio dos personas que no dejan de tambalearse hacia atrás y hacia delante?

Después está el paso intermedio, aquel que parecía ser enorme en un primer momento pero que al final resultó ser algo natural y de justa medida. Porque en muchas ocasiones el ser humano ejerce aquello de ser racional, y con el tiempo –como todo lo que tiene que hacerse esperar– se olvidan los odios, se cicatrizan algunas heridas y se deja paso a una amistad.
Pero también está el paso gigante. Si lo pensamos fríamente, resulta incomprensible el pasar de compartir nuestra vida con una persona a negarle, incluso, el saludo. Resulta antihumano el hecho de forzarse a odiar o a olvidar a alguien tan importante midiendo solo una pequeña parte o el final de una relación. Pero existe, es un paso monumental en el que no hay marcha atrás. En este caso entre el amor y el odio hay un paso, sí, pero como lo hay de la Tierra a la Luna, casi tan grande como el que tuvo que dar Armstrong.
Mi teoría es que todo el mérito y toda la culpa reside en el corazón. Ese órgano muscular imposible de domesticar, tan fiero y atento que odia la indiferencia y la tranquilidad. Capaz de amar y de despreciar; capaz de achicarse para caber en el puño de alguien o de hacerse enorme para defenderse; capaz de bombear sangre o de bombardearla. Supongo que solo aquel que ha sentido muchísimo amor hacia una persona, se ha podido permitir después el error de odiarla. Lo llamo error porque el odiar sin antes haber sentido amor es una enfermedad. Y guiarse por el corazón está bien si quieres vivir y sentir con intensidad, aunque ateniéndose a las consecuencias.

Pero no le echemos todas las culpas ni le colguemos todas las medallas al corazón, porque ahora viene la Ciencia y nos explica, después de varios estudios neurológicos, que el amor y el odio activan las mismas zonas cerebrales, y que puede que ambos se parezcan más de lo que creemos.
Lo que está claro es que en el amor se puede quedar uno a vivir, pero que el odio –si se llega a él– solo puede ser un lugar transitorio, un paso reversible. Que muchas veces parecen disfrazarse con el mismo atuendo pero que, si te fijas, la diferencia es enorme; y si lo tocas y lo sientes, la diferencia pasa a ser abismal. Menos mal que el amor siempre acabará venciendo.

Crédito de la imagen: Emmanuel Rosario